Y nuestro amor se apagó, como un mechero al que se le agota el gas: sucedió espontáneamente y solo lo podrían haber previsto los más observadores, que notaron los sutiles cambios, las fallas, la creciente decadencia... mi creciente decadencia.
Porque estaba muerto. Primero, muerto en vida sin ti, cuando me obligaron a olvidarte.
Ahora muerto por ti, asesinado. Es mi culpa por querer volver a pesar de saber el daño que podrías causarme.
En un principio no hubiera imaginado que la situación se me escaparía de las manos de tal manera. Creía tenerlo todo controlado aunque sabía que era peligroso. Pero ahora no importa, ya no puedo arrepentirme. Y quizás no lo haga en mi otra vida.
Aún recuerdo cuando le conté a mi hermana lo nuestro. Sabía que debía guardar el secreto, pero ella notó los cambios que produjiste en mí y no pude contenerme; necesitaba hablarlo con alguien. Pensé que ella me apoyaría, pero no lo hizo, ni siquiera cuando le expliqué cuánto me ayudabas a sobrellevar las malas situaciones. Aún recuerdo, también, cuando me gritó que era un enfermo, que debía terminar con esto y quién sabe cuántas otras cosas más.
Yo te amaba. Llegaste a ser lo único que ocupaba mis pensamientos, pero yo a ti no te importaba. Sólo era otro más de tantos que había caído en tus redes y sufría por no poder tenerte.
Lo único que hacía todos los días era esperar la noche para poder volver contigo. Eras lo único que me mantenía, mi único motivo para seguir. Qué ciego fui. Ciego e iluso.
Me hacías muy mal pero también me hacías demasiado bien, y yo no fui capaz medir las consecuencias.
Cuando estábamos juntos el mundo no existía; no existían los gritos, ni existía el miedo, ni los horarios... ni siquiera las demás personas.
Pero me mataste. O quizás me maté, por haberme metido contigo.
Mamá cree que es su culpa, por no prestarme demasiada atención ¡pero ya soy un adulto!
O por lo menos antes lo era; ahora... ¿qué soy? Sólo un montón de huesos y carne putrefacta.
Por tu culpa, un pequeño círculo blanquecino de materia inanimada.
