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Ana entró al salón en compañía de Alioth y Brianna, quién a diferencia de ella, iba vestida de forma impecable en un vestido verde oscuro y llevaba la tiara que la reina había dispuesto para ella. Su cuñada no era ni de lejos la persona más obediente, pero como la futura reina que era, sabía cuándo jugar bien sus cartas.

Todavía a pasos de las puertas del salón, Ana los contempló mientras saludaban a sus conocidos y se debatió entre buscar un rincón del salón para permanecer oculta o simplemente marcharse y tragarse los sermones y amenazas de su madre al día siguiente.

Pero antes que pudiera tomar una decisión, su mala suerte hizo una aparición triunfal. La sintió como unas garras clavándose en su brazo y esa voz que podría provocarle pesadillas.

—¿Qué rayos estás usando, Anabelle? —siseó su madre en el oído—. ¿A qué estás jugando, tienes idea de lo importante que es esta noche para tu padre y para mí?

—El vestido que me llevaste no era de mi talla —mintió sin ser lo suficientemente valiente como para decirle la verdad.

—Tonterías. ¿Y la tiara? ¿Qué es esa monstruosidad que tienes en la cabeza?

Ana le dio una sonrisa serena, aunque calma era la última palabra que utilizaría para describir como se sentía en ese momento. A pesar de la dureza de sus palabras, la reina tenía una expresión tan tranquila que nadie adivinaría de qué estaban hablando, una característica que tendría que haberle llevado años perfeccionar.

Así que siguiéndole el juego, hizo lo que ella creyó un gran trabajo en imitarla.

—¿Te refieres a esta corona de flores, madre? —preguntó llevando los dedos a la delicada corona que se había puesto—. Es parte de la nueva colección que estoy por sacar. Voy a hacer que se pongan de moda, todos los especialistas de la empresa creen que será un éxito.

—Este no es lugar para poner a prueba tus teorías, Anabelle. Por si aún no eres capaz de entenderlo, estas personas están aquí por algo mucho más importante. Solo te estás poniendo en ridículo al venir así vestida.

Ella podría repetirse una y mil veces que lo que su madre dijera no le importaba, pero era una tonta por creer que alguna vez dejaría de hacerlo. Cada desaprobación, cada muestra de lo poco que le importaba ella como persona, como hija, le dolía en lo más profundo.

¿De verdad era tan difícil mostrarle un poquito de cariño?

Ana no pudo mantener la sonrisa. Sintió que se le formaba ese nudo en la garganta que tanto odiaba y giró la cabeza para mirar a cualquier lado excepto a la causante de su dolor.

Fue entonces cuando vio al rey caminar en su dirección. Él, que era mil veces más expresivo y cariñoso que su madre, sonrió al ver que tenía su atención y en ningún momento dio señales de encontrar su vestimenta tan espeluznante como la reina había señalado.

Le llevó varios segundos darse cuenta de que no venía solo. Estaba acompañado por otro hombre de igual estatura y una jovencita rubia que no podía ser más que una niña de unos quince o dieciséis años.

Anabelle se quedó sorprendida por esto último y toda su atención se volcó en esas dos personas desconocidas. Era extraño ver a una persona tan joven en una reunión de ese tipo, ni siquiera a ella le habían permitido ir a una celebración similar en el pasado.

Pero cuando sus ojos cayeron por completo en el hombre, no hubo forma que consiguiera concentrarse en algo más. ¿Y cómo podría? En su vida había visto a alguien con una apariencia semejante.

No solo por lo atractivas que le resultaban todas sus facciones, su cabello oscuro, sus ojos azules, sus pómulos perfectamente delineados o lo magnífico que le quedaba ese traje negro que se ceñía a su cuerpo de forma precisa. Lo que la cautivó sin saber quién era, por qué estaba allí o de dónde había salido, fue la fuerza y seguridad que desprendía.

Amor diplomáticoWhere stories live. Discover now