Ante sus ojos, bien podría haber sido un dios.

Anabelle había conocido a muchos príncipes y reyes, nobles de todas partes del mundo, empresarios poderosos y presidentes, pero ninguno de ellos había llamado su atención de esa forma, ninguno de ellos les llegaría a los talones a ese misterioso hombre si de presencia y porte se trataba.

¿Pero quién era? Se preguntó de nuevo y descubrió que estaba a punto de averiguarlo cuando su padre se detuvo con los dos invitados frente a ella y su madre.

Arlet lo saludo y pudo haber dicho su nombre, pero Ana estaba tan concentrada en comprobar que su voz era tan exquisita como la estaba imaginando que no llegó a oír las palabras de la reina.

—Y esta es mi hija, la princesa Anabelle. Creo que no han sido presentados —compuso el rey y Ana siguió mirando al señor misterioso.

—No, Majestad. No había tenido el placer —musitó el hombre y ella estuvo a punto de soltar un suspiro notando que su voz era diez veces mejor de lo que había pensado. Era cálida y vibrante, algo ronca y bien clara.

Estiró una mano hacia ella y Ana se la quedó mirando por un momento sin poder reaccionar de forma adecuada.

—¡Oh, perdón! —exclamó avergonzada, poniéndose en ridículo como tan poco le costaba—. El placer es mío, señor...

Las últimas palabras quedaron flotando en el aire por varias razones. Pudo haber sido, sin duda, porque de hecho no sabía quién era, pero tuvo mucho más peso que se le secara la boca y se le cerrará la garganta cuando esos ojos azules se encontraron con los de ella y la dejaron sin respiración.

Ana estiró su propia mano para estrecharla, pero en lugar de eso, él la tomó entre sus dedos y le besó los nudillos.

—William Weaver —pronunció el aludido sin soltarla y sin desviar la mirada, algo que ella tampoco fue capaz de hacer.

Un nombre perfecto, pensó.

De alguna forma se obligó a curvar los labios.

—Un placer, señor Weaver.

Él hizo lo mismo, aunque Ana no podría decir con certeza que le había sonreído.

Cuando la soltó su mano volvió a sentirse helada. William Weaver, siguió pensando.

—He oído su nombre en algún lado, señor. No estoy segura dónde.

A su lado, la reina soltó un siseo que Ana no comprendió del todo, pero supo que no se trataba un halago.

El señor Weaver la contempló con curiosidad, pareciendo evaluar si estaba tomándole el pelo o no, posiblemente pensando que era una tonta como lo hacía la mayor parte de quienes la conocían.

Ana se atrevió a mirar a su padre buscando una señal de que había dicho algo muy malo, pero se sorprendió al verlo contener una sonrisa. Creyó que él sería quién la sacaría de su duda, ya que todos a su alrededor se habían quedado sin palabras, pero fue el mismo Weaver quien habló una vez más.

—Considerando que soy el nuevo Primer Ministro, Alteza, puede haya escuchado mi nombre una o dos veces en los últimos días.

Ana se quedó de piedra.

Cielo. Santo.

Ese hombre al que había pasado los últimos minutos admirando en silencio, casi fantaseando, era el Primer Ministro. Ese hombre que tenía enfrente, cuya mano era la más fuerte y cálida que la hubiese tocado alguna vez, era el enemigo. El diablo que su madre había jurado destruir.

Amor diplomáticoWhere stories live. Discover now