No quería ver cómo la humanidad fracasaba de nuevo.

—No lo hagas.

Una voz femenina profanó con elegancia el silencio que reinaba en la azotea. Dulce y melódico; sanador, Piérre tuvo la certeza de que aquel sonido tenía que estar ahí en ese mismo instante, perfectamente encajado en la muda partitura que era esa noche.

—No tenía intención de hacerlo —contestó sin hacer ademán de girarse. Su corazón que hasta entonces creía muerto pareció sacudirse tras las costillas, alentado por la perspectiva de conocer a alguien que pudiese salvarlo de aquel pesimismo que lo invadía desde hacía décadas.

—Cualquiera lo diría. —El descompasado ritmo de sus pasos le hizo intuir que aquella mujer, fuera quien fuese, portaba una pierna biónica antigua o mal ajustada a su forma de caminar—. ¿Qué se te ha perdido aquí?

—Supongo que lo mismo que a ti.

—Entonces estás jodido.

Piérre contempló por el rabillo del ojo a la silueta que se había ido acercando hasta situarse a su lado. A pesar de que en la noche reinaba la casi absoluta oscuridad, el hombre pudo percatarse de su alta estatura y de su complexión atlética. Era una mujer fuerte, sin duda alguna. Probablemente formase parte del ejército de Oceanía y habría perdido la pierna en alguna maniobra de combate, o tal vez en alguna de las escaramuzas que tuvieron contra África durante la implantación de SVERRA I.

—Tienes pinta de subir aquí a menudo. —La voz de la mujer interrumpió sus divagaciones.

—Suelo hacerlo, sí.

—Y tienes pinta de hacerlo solo, a juzgar por lo parco que eres. No te culpo —añadió antes de que Piérre pudiese contestar—, me quedó claro hace tiempo que el diálogo no es el fuerte de tu generación. Si hubieseis dominado el don de la palabra, nada de esto habría terminado ocurriendo y tú no tendrías que estar aquí subido cuestionándote el sentido de la vida. De hecho, si hubieseis sabido conversar yo no estaría aquí ahora mismo.

Atraído por su voz y por aquellas palabras tan enigmáticas, Piérre se vio obligado a girar la cabeza para poder observar a la mujer con detenimiento. Ella parecía estar contemplando el horizonte, más allá de los rascacielos de la ciudad y más allá del mar de Tasmania. No parecía tener cabello, o tal vez lo llevase recogido y la tenue brisa que corría era incapaz de deshacerlo. Tampoco parecía importarle el hecho de encontrarse al borde de una muerte segura; se había posicionado a la misma altura que él y había dejado que las puntas de sus pies saboreasen el abismo.

—Soy Piérre —se escuchó decir.

—Encantada —contestó ella. Piérre reprimió una exclamación de sorpresa al comprobar que las pupilas de aquella mujer brillaban en la oscuridad de manera artificial—. Yo soy Eclipse.
Desvió la mirada al instante, avergonzado. Comprendió que aquel sonido metálico contra el suelo no había sido causado por el mal ajuste de una pierna biónica, si no que su cuerpo entero estaba hecho de aleaciones metálicas y conexiones artificiales. Aquella mujer no era humana.

Una sensación de asco invadió su cuerpo, haciéndolo estremecer de arriba a abajo. ¿Cómo podía haberse sentido atraído por la voz de aquella... cosa? ¿Cómo podía semejante creación poseer una voz tan cautivadora, tan humana?

—Sé lo que estás pensando, Piérre. —Eclipse suspiró, resignada—. No te preocupes, sentirse atraído por mi voz es algo normal, aunque a veces desearía que mi tono fuese agudo y chillón, o tal vez monótono y chirriante como el de un robot del siglo XX. Así no tendría que seguir viendo la vergüenza pintada en vuestras caras cada vez que me miráis.

EclipseWhere stories live. Discover now