Una Presencia Maligna

Start from the beginning
                                    

El hombre saca unas monedas y se las entrega con disgusto, como si estuviera regalando una limosna a un pordiosero andrajoso y maloliente. 

—Luego le doy el resto. A ver si cambia esos modales, María, y aprende a ser más amable conmigo.

Ella recibe el dinero sin decir nada y continúa su peregrinaje lento y cadencioso. Dos corredores más allá se detiene frente a una de las carnicerías y le dice al hombre que atiende detrás del mostrador con un cuchillo enorme entre las manos: 

—Vengo por los trescientos pesos, don Carlos. 

—Entre, María. 

—Tengo afán. 

—Usted siempre tiene afán. 

—Estoy trabajando. 

El carnicero se inclina hasta quedar acodado en el mostrador de baldosín, muy cerca de ella, y le dice en voz baja: 

—Con ese culo bien administrado, mamita, usted estaría viviendo como una reina.

— Respéteme, don Carlos. 

—Es la verdad, usted está cada día más buena. 

—Págueme los trescientos pesos, por favor. 

—¿Sabe qué es lo que pasa con usted? Ella se queda callada. 

El hombre continúa:

—Que se cree de mejor familia. 

—Yo no me creo nada. 

—Usted es una engreída, se cree mejor que todos aquí. 

—Por favor, págueme que tengo que irme.

—¿Sí ve? Nos desprecia porque en el fondo aspira a conseguirse un noviecito de plata, un niñito bien que la saque a sitios costosos y elegantes. 

—No más, don Carlos, si no quiere pagarme vengo más tarde. 

—Yo quiero pagarle por ese cuerpecito, mamita, salgamos esta tarde calladitos para un motel y verá que no se va a arrepentir. Le voy a dar buena plata.

— Después vengo por los trescientos pesos. 

—Aquí la espero cuando quiera, mi amor. 

María se aleja y sale de la plaza en busca de un lugar donde nadie pueda observarla. Se sienta en el andén con los ojos aguados, deja los termos en el piso y se agarra la cabeza entre las manos. Una ira súbita le asciende por el cuerpo y se le agolpa en el rostro enrojeciéndole las mejillas y la frente. Piensa hasta cuándo tendrá que aguantar las obscenidades y las groserías de los trabajadores de la plaza, sus insinuaciones descaradas, sus pagos tardíos y humillantes, sus miradas lascivas y lujuriosas.

Trabaja desde las tres de la madrugada hasta las cuatro de la tarde y todos los días es lo mismo: vejaciones, ofensas y maltratos continuos. ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no puede estudiar como las demás jóvenes de su edad y conseguir un trabajo decente que le permita costearse unos estudios en finanzas o computadores? ¿Por qué nadie cree en ella? ¿Por qué no la consideran una persona de bien, por qué se ríen de sus aspiraciones? ¿Por qué la tratan como una prostituta vulgar y despreciable?

Dos hombres la observan a pocos metros de distancia sin que ella se dé cuenta. Están vestidos con jeans ajustados y con chaquetas de cuero lustrosas que reflejan los rayos del sol. Miden cerca de uno ochenta de estatura y su contextura es atlética y bien formada. Oscilan entre los veinticinco y los veintiocho años, llevan el cabello cortado a ras y ambos parecen atrapados sin remedio en la imagen de la bella vendedora llorando en silencio y sin esperanza alguna.

Satanas-Mario MendozaWhere stories live. Discover now