Harta

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Caliente.

Pegajoso.

Asqueroso.

Lo odiaba.

Pero no había otro remedio. Era de lo poco que no estaría infectado.

Sabía que no soportaría un trago de una duración superior a un segundo. Aún así, necesitaba meterse algo de líquido en su reseco gaznate. Poco le importaba a su cerebro que fuera una Coca Cola recalentada y caducada.

A pesar de su necesidad imperiosa, sus labios querían rebelarse ante aquella sensación. Estaban cortados, como su lengua, como su garganta, como su alma.

La puerta medio desvencijada se quejó inútilmente ante la insistencia de Johanna para volver a acceder al interior de la cafetería. Era el único sitio en varios cientos de metros a la redonda donde se podía encontrar alimento y bebida sin estar hurgando entre escombros de vidas destrozadas, en pisos que se habían convertido en trampas mortales. Además, aún la corriente eléctrica fluía a aquel establecimiento. Solo Dios sabía el por qué de esa pequeña bendición, pero, por desgracia, el frigorífico había dejado de funcionar en la barra y todas las bebidas parecían estar bajo el sol.

Cuando puso de nuevo el pie sobre aquel piso bajo el techo de la cafetería, notó como la suela de sus desgastadas zapatillas se adherían al mismo gracias a la extraña amalgama de sustancias que pululaban libres, además de por el simple efecto del calor, sobre el cubrimiento de plástico. Era como si pisara vísceras de bichos de la película “Starship Troopers”.

Con la seguridad que puede provocar la costumbre, saltó al otro lado de la barra sin preocuparse lo más mínimo por lo que pudiera haber oculto tras ella. Por suerte, no había nada, salvo cientos de latas y botellines de refresco, como siempre. También encontró el paquete de patatas fritas que tenía reservado para el día en el que se cumpliera una semana sin ver un muerto viviente vagabundeando por las calles de su ciudad. De su territorio. Sí, su territorio. Incluso se lo tenía tan creído que había ido hasta la salida de la autopista con su motocicleta, sorteando los vehículos calcinados, para tachar el nombre de la población de la placa que daba inicio al núcleo con un “Bienvenidos a…”. Con una paletina y con la pintura contenida un bote olvidado, encima del borrón, se limitó a escribir “Johanna’s city”. En cierto modo, tenía todo el derecho a ello.

Era su ciudad, de la que no quiso huir, a pesar de todo.

Estaba sola en aquel lugar y en una mañana como esa, bajo el sol inclemente del verano, volvió a pensar como un ser humano. Como una mujer con necesidades. Por primera vez en mucho tiempo pensó en hacer el amor. No, en follar. No, en masturbarse. Por que allí no había nadie con quien satisfacerse.

Estaba hambrienta sexualmente.

Sentada de mala manera sobre el único taburete que no había sido arrancado del suelo por su único pie metálico, apoyaba la barbilla sobre la mugrienta barra de lo que fue la cafetería del centro comercial, adosada a la estación de tren.

Era una de las pocas supervivientes al Virus. Una de las locas que aún quería luchar por la vida en aquel olvidado y apestado lugar del que solo se acordaban el sol impenitente y los insectos.

Era “una” cuando aún había más supervivientes. Ya no había nadie más que ella.

Caliente.

Pegajoso.

Asqueroso.

El trago final.

Cada vez revoloteaban más insectos a su alrededor, en la cafetería que podría considerar uno de sus santuarios. Quizá el cuerpo medio putrefacto de un perro, colgando de la alambrada de espino que daba una grata bienvenida a cualquier visitante deseado o no, al otro lado de la calle, fuera el causante principal de tanto bicho alado.

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⏰ Última actualización: Jun 28, 2012 ⏰

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