El último beso

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Por aquí les dejo este sencillo relato. Lo escribí ayer y lo edité hoy, por lo que puede que encuentren errores. Si consiguen alguno, agradecería que me lo dijeran. 

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El último beso

La deseaba. La deseaba tanto que cuando la ciudad cobraba vida y las luces se encendían soñaba con ella. Esa noche no fue la excepción. Al cerrar los ojos, la sintió tan cerca de sí que su corazón martilleó contra sus costillas y el aire escapó de sus pulmones.

Su ángel se había materializado al pie de la cama, hermosa y terriblemente radiante, nívea. Sus cabellos platinados poseían el brillo de la luna y sus labios eran el fruto que con tanta desesperación quería probar.

Se incorporó  lentamente, con la cautela de quien teme asustar a un ciervo que come hierba en el bosque. Se sintió ligero como la espuma, libre al fin.

—¿Por qué me has llamado? —preguntó la mujer.

Rubén trató de pasar saliva por su seca garganta y formular la respuesta correcta. No podía permitir que se fuera, esa era su oportunidad.

—Porque ya no puedo vivir así. Te necesito. Te necesito más de lo que he necesitado a nadie en mi vida.

Los ojos de su ángel brillaron llenos del anhelo crudo y doloroso que solo un alma como la de ella podía sentir, y él se ahogó en las ganas de unirse a aquella mujer vestida de blanco.

—Comprendo. Quisiera poder ayudarte, lo deseo con todo mi ser, pero no tengo voluntad propia.

—Tienes que ayudarme, debe de haber alguna forma. Ya te lo dije. No puedo vivir así.

Su ángel sonrió. Luego avanzó, posó la mano sobre su hombro y lo empujó con suavidad para que se acostara en el colchón. El escalofrío que lo recorrió le puso la piel de gallina. Levantó la vista, perdiéndose en aquella mirada cristalina como agua de manantial.

—Lo siento. Yo no escribí las leyes.

Rubén quiso apearse de la cama, correr y abrazarse a ella. Lamentablemente, él tampoco era dueño de su cuerpo. Sus piernas no reaccionaban, como si la comunicación entre sus extremidades y su cerebro hubiera sufrido un corto circuito.

—Por favor —gimió él—. Haré lo que sea.

Los ojos le ardían, sin embargo, los tenía secos.

Ella negó con la cabeza.

—Ya has hecho suficiente. No podemos unirnos ahora. No es el momento.

—¿Cuándo será el momento entonces?

—No lo sé.

—¿Quién más que tú podría saberlo?

La mujer se inclinó hasta posar la boca sobre su oído y Rubén se humedeció los labios cuarteados.

—Ahora me deseas, pero  cuando llegue la hora no querrás ver mi verdadero rostro —susurró ella con profunda melancolía—. Siempre es así, no quieren dejarse caer en mis brazos. Lamentan todo el tiempo que tuvieron y no aprovecharon, gimen desesperados y tratan de hacer tratos conmigo.

—Nunca dejaré de desearte. Te buscaré hasta debajo de las piedras.

La mujer no le respondió, sino que se alejó de él y giró la cabeza hacia la puerta.

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⏰ Última actualización: Jan 08, 2015 ⏰

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