Las ganas de seguir provocándola, obviamente, no cesaban. Una estúpida parte de mi quería seguir.

—Resulta que de verdad no sé dónde se encuentra Agatha —reí—. Perdón, prefiere que la llamen Sheila. ¿No?

¿Qué clase de persona sería si no me vengara un poquito después de tantas molestias y golpes que me había provocado? Estúpida, sin duda.

Sacudió con rapidez las alas haciendo que de estas salieran volando varias plumas color azabache, sin duda dirigidas a mi. Tras ellas, sin perder el tiempo, se impulsó para poder clavarme la espada. Fueron movimientos rápidos, sin ningún vacile. Movimientos conocidos y que ya había hecho antes. Como vampiro, creo que hubiera sido lo suficientemente rápida para correr y ocultarme tras una de las columnas. Sin embargo, pese al sacrificio, me pareció más curioso probar la Metamorfosis. Cada parte de mi cuerpo, cada pequeño conjunto, molécula y átomo de él, tomó la forma de varios murciélagos, los cuales salieron volando al acto. No había rastro de mi presencia por ningún lado. Sólo varios murciélagos negros reboloteando por el lugar. Algunos de ellos muertos en el suelo debido al veneno que contenían las plumas de Rosen. Los demás estaban colgando de la gran y ostentosa araña de cristal victoriana. Sin darnos cuenta, habíamos acabado en el mismo lugar que la última vez. Y por suerte y ventaja para mi, habían más murciélagos que plumas.

—Tks —masculló Rosalinda mientras mantenía el vuelo girándose hacia la gran araña— ¿Eso es todo? ¿Murciélagos?

La escuché reír. Una risa placentera mientras lanzaba la espada al aire. Ésta desapareció en forma de humo negro. Todos los murciélagos comenzaron a reunirse en una de las ramas de la araña formando un gran bulto oscuro. Poco a poco, volvía verse mi silueta. Sin embargo no llevaba el vestido blanco. De una forma u otra, volvía a llevar puesta mi indumentaria: abrigo crimson con motivo de rombos blancos, falda negra y botas, lazo y guantes blancos. Arqueé la ceja con el ceño fruncido, Rosalinda comenzaba a disiparse en forma de humo, al igual que había ocurrido con la espada. Si no fuera porque vi como los murciélagos muertos comenzaban a descomponerse, hubiera jurado que era un humo normal y corriente. Pero no, era veneno. Fue una sensación dolorosa, pero la aguanté: noté como en mi espalda nacían un par de alas de murciélago,  más resistentes y grandes que la de los normales. Me levanté en la rama de la araña observando como el humo se dispersaba con rapidez por el suelo para seguir emanando de la nada y obteniendo volumen.

—Tks.

Tenía que pensar rápido. Pero un sonido desvió mi atención. ¿Había sido un grito? Sí, lo hubiera jurado. Era la voz de Deidara. Pero allí no había nadie que no fuéramos nosotras. Una vez más estaban lo suficientemente sordos para no atender a nuestra pelea. Volví a centrarme. El humo avanzaba, estaba a punto de tocarme. Escuché una risa irónica. ¿Otra vez? El sonido me recordaba a alguien, pero no lograba recordar a quién pertenecía. Fruncí el ceño. No me quedaba ninguna salida. Estaba entre el humo y la pared, literalmente.

«Gaab.»

—Eso es. —Pensé en alto.

No pude evitar reír. ¡Estaba apunto de invocar a Gaab! La recorda, un demonio bajo mi posesión. Rubia, siempre vistiendo de rojo. Podía crear espacios vacíos que conducían a donde quería dentro de su campo de visión. Como portales.

Estaba a punto... pero no.

El humo me había alcanzado y entre él vi a Rosalinda con una sonrisa siniestra, portando la espada que seguidamente intentó clavar en mi estómago. Aquello sin duda hubiera funcionado, de no ser porque nos interrumpieron varias risas. Risas que Rosalinda había reconocido y por ende habían distraído. Una risa más siniestra que su sonrisa, pero ligeramente infantil. Otra risa sonora y melodiosa.

El hecho de que se hubiera distraído trajo consigo que cayera sobre mi, y a su vez que yo perdiera el equilibrio para caer al suelo. Fue un impacto doloroso, que hizo resonar el mármol roto. Fue incómodo para ambas. Mi intención era apartarla y aprovechar para atacarla, pero había sido más rápida de lo que pensaba. Se había levantado con agilidad, buscando el foco del cual salían aquellas risas. Inqué rodilla en el suelo, apartada de roturas, mientras dibujaba una sonrisa burlona, solo para provocar, en mi rostro mientras la miraba.

—¿Te suenan?

A diferencia de Rosalinda, que sabía de quiénes se trataban, yo tuve que deducir aquellas carcajadas. La risa infantil se trataba de Coraline y la melodiosa de Sheila. Ahora, ¿por qué reían? Quién sabe.

Rosalinda me dedicó una mirada asesina y prepotente. Mi única respuesta fue una sonrisa maquiavélica.

¿Qué podría decir? No es que no supiera que me jugaba la vida.

Por cada acto que cometía, me jugaba un arrebato asesino ya fuera de Rosalinda o de cualquier otra persona. Pero en aquello se basaba mi personalidad.

Pudimos ver cómo irradiaban dos pequeñas luces. Una era roja como la sangre, mientras que la otra se tornaba de un seductor ámbar-naranja. De una de ellas, vimos aparecer a una niña de cabello corto, fino y albino. Sus ojos eran grandes y de color rubí. Llevaba puesto un bonito vestido de satén carmín con decorados de encajes y ribetes en negro. Sin embargo, pude ver que un lado del vestido era blanco y que poco a poco había comenzado a degradarse hacia el rojo.

Tras respirar hondo me percaté de que no era el color natural del vestido, se había teñido de sangre. Mostraba una amplia sonrisa, infantil, mientras entrelazaba las manos tras la espalda.

—¡Coraline! —Exclamó Rosalinda, con un deje de entusiasmo que intento disimular dando paso a un tono preocupado pero severo.

—No te olvides de mi. —Escuchamos decir a la otra muchacha.

De la luz naranja había aparecido otra joven. Más alta y mayor que Coraline. Tendría, unos quince años. Su cabello era largo, recogido en dos coletas laterales. Lo curioso de este era que mantenía un color único, comenzaba con amarillo, degradaba en naranja, y acababa en un tranquilo rosa. Sus ojos, igual de grandes que los de Coraline, dejaban ver otras dos joyas, zafiros.

Vestía de manera sencilla. Chaqueta, a conjunto con sus shorts, negra con una banda a cada lado de color naranja. Tras ésta había una gran estrella que abarcaba gran parte de la espalda del mismo color cítrico. Calzaba unas bonitas botas, cortas, de tacón elegante color azabache.

—Sheila, estás aquí. —Tuve el placer de robarle las palabras a Rosen.

Proyecto Pandora: Bienvenido al Pandemonio.Where stories live. Discover now