Vestía una playera blanca de manga corta, un pantalón negro, tenis blancos y una faja roja amarrada a la izquierda. Hizo el saludo del sol y la luna en señal de respeto hacia el kuon* y el maestro.

—Bien hecho Lao, haz mejorado mucho la forma, eso desde que tenías dieciocho años —comentó el maestro; uno sesenta de estatura, pelo lacio, canoso y corto, tez blanquecina, un bigote tipo chevron, tenía setenta años de edad. Vestía un Qizheng* totalmente negro con una faja, igualmente negra, amarrada a la izquierda. Era mexicano, radicado en el país desde hace cuarenta años.

—Gracias maestro Armando —el maestro miró el reloj que se encontraba encima del espejo, eran las siete de la tarde, el entrenamiento había concluido por esa semana. Ambos se reverenciaron ante el altar, se cambiaron sus ropas y las guardaron cada quien en su mochila. Salieron y Armando cerró el kuon.

—Bueno Lao, nos vemos la próxima semana.

—Hasta la próxima maestro —cada quien fue en caminos contrarios, Lao hacia el norte y Armando hacia el este.

El motor de los autos, aunado a los claxon y los ladridos de los perros formaban un ambiente estresante y desesperante. Los grandes rascacielos imponían, observaba las calles, la gente iba y venía, y ninguno volteaba a verse, no se podía, ni se quería convivir, el tiempo avanzaba y no se detenía por nada ni por nadie, un segundo perdido era una ganancia perdida ese día.

Le asqueaba esa mentalidad capitalista, pero no podía hacer nada para cambiar eso, él no controlaba la situación fuera de sí, un sonido captó su atención era cómo de un acordeón, volteó a su izquierda, de dónde provenía el singular sonido; estaba sentado en una silla de ruedas, tez aperlada, medía uno setenta de estatura, su pelo era largo al igual que su barba, ambos estaban empolvados y maltratados, tenía los ojos cerrados, estaba atrapado en la melodía, vestía una chamarra vieja, rota y de color gris, su pantalón café estaba remendado y gracias a ello se podía notar que carecía de su pierna izquierda.

Tocaba la melodía El último tango en París, era un organetto* color negro, delante de él estaba su estuche de color blanco, tapizado por dentro con alfombra de color rojo, ahí estaba un letrero que decía "apoya el arte", era un gran músico a pesar de su aspecto, sacó de su bolsillo derecho diez monedas y las depositó en el estuche.

—Gracias Lao —dijo el vagabundo terminando la canción y sonriendo.

—De nada Pierre, continúa así.

—Así será amigo mío.

Continuó caminado con dirección a su casa. Después de avanzar tres cuadras, y mirando el cielo, chocó contra una persona, sin verla fácilmente se deducía que era mujer debido a la delicadeza del encuentro y al bolso color caqui que cayó sacando varias cosas; un lápiz labial, una cartera, y una ligas para el pelo al igual que unos broches. De manera rápida recogió todo, se levantó sintiéndose muy avergonzado.

—Perdón, estaba distraído y no vi por dónde caminaba.

—No se preocupe, también fue culpa mía —su tono de voz era dulce; tez blanquecina, medía uno ochenta y dos de estatura, pelo negro y lacio, era tan largo que le llegaba a la cintura, traía puesto un vestido blanco con estampa floral.

—Me llamo Lao —se presentó de manera inconsciente.

—Soy Cheung —un silenció incómodo hizo acto de presencia.

—Bien... este —Lao se rascaba la nunca en un intento de sacar una conversación, pero fue inútil —, espero encontrarme contigo otra vez.

UtopíaWhere stories live. Discover now