Shrewsbury, 14 de Junio

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Yo solía vivir en la capital de Shropshire, un gran condado al noroeste de Londres, cuando no tenía más de catorce años. La ciudad se denominaba Shrewsbury, asentada cómodamente a pocos kilómetros de la frontera con Gales, allá donde los pastos verdes y las verjas naturales de setos que rodeaban las laderas parecían delicadas guirnaldas de oscuras flores. Las ruinas de las alcazabas medievales se repartían sin orden en los escarpes de los montes, tan misteriosas y decadentes como el castillo que construyó Walpole con palabras un buen día, y el color de la hierba y el cielo adquirían un tono tan contrastado que mi padre comentaba con regodeo su impresión de estar plantado en medio de una gigantesca hoja de hierba.

Todos los veranos viajábamos al pueblo. Allí estaba la vieja casa de mis abuelos, fallecidos tras la guerra. Mis padres, orgullosos supervivientes, reformaron la vivienda e insistieron en instalarse allí todas las vacaciones. Yo conocía el lugar como la palma de mi mano: apenas era una aldea de 300 habitantes con unas cuantas casas apiñadas en torno a cuatro o cinco calles principales. Algunos de ellos eran familiares, otros tantos, desconocidos que también habían decidido hacer de aquel su propio resort vacacional. El lugar tenía el encanto decente de lo rural mezclado con la oportuna cercanía a las importantes ciudades. Allí no se respiraba el contaminante olor del humo y las máquinas eran pocas y tranquilas. Incluso las rutas de las naves y aviones parecían ignorar que aquel cacho de cielo que se nos regalaba cada mañana pertenecía al mapa estelar. Yo era un niño sereno y aburrido que observaba la sencillez como una desaprovechada cualidad de la vida. Todo parecía perfecto.

Ese mismo 14 de junio del año 2038 me situaba yo en la habitación que ocupaba de la casa familiar con un libro en las manos. Años después me reprocharía no haber disfrutado más de las particularidades de aquel ambiente sobrio y discreto, del anonimato, de la delirante ilusión de la inocencia. Como ya dije, me arrepentí. Canto a mí mismo, rezaba una de las páginas del poemario. Canto a mí mismo, ¿a quién? El positivismo y el encomio de la obra consiguieron aborrecerme, incluso llegaron casi a convencerme de abandonar, cosa que hubiera hecho si no hubiera encontrado aquella poesía de la cuna que se mecía eternamente. Los pájaros tomaban género, ambos del contrario, revoloteaban y piaban juntos, hasta que el femenino se marchaba para dejar al hombre desvalido y delirante, un poema registrado delante de los ojos de un niño abandonado. Llegué a identificarme. Mi nombre parecía estar escrito en cada uno de los versos, capitalizando las primeras palabras o en cada letra acentuada. Parecía gritarme.

Acabé por desistir finalmente. Pude sentarme a reflexionar a la vera de la ventana, que daba a un pequeño balcón desde el que se podía observar toda la calle. Recién entraba la tarde con parsimonia aquel día de primavera, pues ni siquiera los más luminosos rayos de sol conseguían impedir que el frío viento me pusiera la piel de gallina. No había nadie en la calle, apenas un rastro de luz esquivo que formaba débiles sombras. El clima me adormecía e inquietaba al mismo tiempo. Sentía deseo de dormir, pero repulsa al mismo tiempo de quedarme dormido ante plena intemperie.

Una sospecha creciente se apoderó de mí entonces. Debajo del balcón, unos metros más delante de la bocacalle, jugaba una muchacha avanzada en edad con un pequeño pajarillo. Era mi prima Emily, que residía unas calles más arriba. Muchas tardes habíamos compartido mi hermana y yo con nuestra prima antes de que la diferencia edad provocara un predecible pero correcto distanciamiento. Aún tenía un buen recuerdo de ella, pues siempre había demostrado ser atenta y cordial.

Sin embargo, un gran odio se apoderó de mis entrañas cuando vi cómo arreaba al pajarillo contra el pavimento, aparentemente consciente de que estaba muerto. Sus ojos, sinuosamente tranquilos, alzaban las pálidas alas, dejando caer las destrozadas plumas en el suelo sin un rastro de compasión. Aquel acto tan burdo y desgraciado proveniente de mi prima, o quizás la sinceridad contra la que arremetía contra el pobre animal como si de un tonto ser cavernícola se tratase, provocó que me incorporara para increparla desde el balcón.

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