Esteban sabía que por el «prontuario de las víctimas» simplemente presentarían como causas de las muertes el ajuste de cuentas. ¿A quién le interesaría tener información sobre el asesinato de dos asesinos? Si encontraban al agresor, de seguro lo declararían héroe nacional. Si existía un dicho que rezaba: Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón, ¿cuántos años de perdón tendría el asesino de un asesino?

Para Esteban, ninguno. La muerte no podía ser justificada de ninguna manera. Si eliminabas a un asesino, otro te buscaría por ese crimen, y se crearía un círculo vicioso que crecería a cada momento. Para él, si castigabas de forma efectiva al homicida y recuperabas su moral se podía construir una nueva conciencia, de esa manera se cortaría la cabeza de la mortal serpiente.

Esteban miró desde el balcón de su casa a los vecinos curiosos que bajaban y subían por la calle. Era todo un espectáculo el desborde de efectivos policiales en el sector. Sin energía eléctrica los residentes no tenían otra cosa para distraerse que no fueran las investigaciones de los homicidios.

La pena y el miedo le aprisionaban el pecho.

Pena por esos jóvenes rebeldes, quería entender qué los había llevado a cometer los asesinatos. Y miedo por la amenaza que recaía sobre su familia. Si esos chicos fueron capaces de eliminar a golpes a dos mafiosos, podrían cobrarse en cualquier momento su imprudencia, y atacar a sus hijos, a su esposa o a él mismo.

Cristóbal, su hijo mayor, se acercó al balcón y se quedó a su lado. Esteban no les permitía salir a jugar a la calle. Existía el peligro de la llegada de mafiosos enfurecidos que buscarían venganza por la muerte de sus compañeros. Aunque, en realidad, su verdadero temor era que los chicos con los que se había topado aún deambularan por la zona y fueran capaces de hacerles daño por simple diversión.

No sabía cómo iba a retomar su vida después de ese suceso, cómo se arrancaría la angustia del alma.

—Cristóbal, ¿en la escuela conoces a algún niño que se llame Iván? —le preguntó.

El chico se quedó por unos segundos pensativo, con sus grandes ojos cafés fijos en el cielo.

—Conozco a uno. Es un interno. Estudia con Enrique.

Enrique, su segundo hijo, con solo diez años estudiaba un grado menor a Cristóbal. Confirmar que aquellos chicos podían tener contacto con sus hijos aumentaba su temor.

—¿Cómo se comporta ese niño? —preguntó con más interés en la conversación. Cristóbal alzó los hombros para restarle importancia a la pregunta de su padre.

—Como los demás: siempre están apartados y no les gusta participar en las actividades.

—Pero, ¿es violento?

—Cuando lo fastidian, sí. Una vez golpeó a un chico porque se burló de un dibujo que había hecho. Le dejó la cara llena de sangre —respondió el niño con una mueca de repulsión dibujada en el rostro.

—Ese Iván, ¿tiene algún amigo?

—Siempre anda con Alfredo, Antonio y Felipe. Ellos dicen que son hermanos.

Esteban guardó silencio mientras especulaba sobre la vida de los cuatro chicos que podrían ser los asesinos de los mafiosos. Memorizó sus nombres en caso de necesitarlos en un futuro.

—¿Por qué preguntas por él? —consultó el niño.

—Escuché ese nombre hace unos días en una revuelta cerca de la carnicería, simplemente, me dio curiosidad. —Esteban dio punto final a la conversación con esa excusa, pero la información que había recibido lo dejaba abrumado.

Cristóbal permaneció un rato con su padre, distraído con la algarabía de vecinos que transitaban por la vía, hasta que una fuerte lluvia dejó desierto el lugar.

Al quedar solo, Esteban se tumbó en una silla, angustiado. Aunque los hombres asesinados eran mafiosos, con seguridad tendrían familia. Alguien lloraría por ellos, quizás sus padres o alguna esposa, tal vez sus hijos o un buen amigo. La imprevista pérdida podía ser demoledora, pero lo era mucho más si se desconocía la verdad.

Una verdad que él tenía en sus manos y no sabía cómo usar.

Huir como lo hizo anoche no era la solución, debía colaborar para que el castigo llegara a los criminales y se cortara la cabeza de la serpiente.

Por ahora, solo podía pedir perdón por su obligada indiferencia y agradecer, que el hombre que pedía auxilio anoche no era él. Porque de haber sido así, ¿quién habría consolado el dolor y la rabia de su familia? ¿Quién les habría aclarado las dudas?

Si los muertos hubieran sido sus hijos, ¿quién doblegaría el rencor y las ansias de justicia que él mismo sentiría?

Quizás esos chicos actuaron de esa manera porque fueron víctimas de dolores semejantes. No podía dejar de sentir pena por ellos, pero igual, no justificaba el crimen que habían cometido.

La culpa amenazaba con dominarlo. Culpa por tener en sus manos la verdad que evitaría el dolor y sufrimiento de otro ser humano. No podía vivir con ese peso en el alma. Debía arrancarlo de su corazón y de su vida.

La Mirada del Dragón (COMPLETA)Where stories live. Discover now