Prólogo

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Lo único que la intensa lluvia había dejado era lodo y desperdicios. Sin embargo, al observar el cielo, Esteban Sepúlveda pudo notar que nuevas nubes se posicionaban con amenaza y los rayos desgarraban el firmamento con renovada fuerza.

Suspiró ante aquella visión y depositó la bolsa negra, repleta de basura, dentro del contenedor ubicado en el borde de la calzada.

La noche del dos de noviembre no podía ser más sombría. La persistente tormenta había azotado a la ciudad durante doce horas, hasta inundar de melancolía lo que quedaba del día de los muertos. Su inclemencia la convertía en una de esas tempestades que no podrían ser olvidadas, que atacaban en un horario vulnerable y se ensañaban con las zonas más desprotegidas.

Después de dar un último vistazo a los alrededores, entró en su carnicería. Se aseguró que todo quedara en orden, recogió sus pertenencias y cerró la tienda para dirigirse a su vivienda. Faltaba una hora para la media noche, debía aprovechar que las calles aún estaban pobladas. Dentro de poco comenzarían a brotar de las grietas del suelo los delincuentes.

Se colgó el morral en un hombro y comenzó la caminata. Su cuerpo, desgastado por el trabajo diario, ya no le respondía como antes. Los cuarenta y ocho años de vida le pesaban en los hombros. Dirigir un negocio propio le exigía de mucha dedicación y el reducido tiempo libre lo invertía en horas de juego con sus muy activos hijos de once y diez años. Era un duro sacrificio, pero no tenía más opciones. Su pequeña empresa era la única fuente de ingreso de su familia.

Cruzó con paso acelerado la avenida principal, su esposa le había informado por vía telefónica, que el sector donde residían no contaba con energía eléctrica. Un poste de electricidad había sido derribado por un árbol, a causa del fuerte viento que acompañó la tormenta. Estaba seguro de que el problema no se resolvería en las próximas horas, ningún trabajador público se atrevería a entrar en un barrio inseguro de la capital de Venezuela mientras la soledad de la noche imperase en las calles. Los residentes tendrían que esperar. Como siempre.

En pocos minutos llegó a la esquina donde estaba ubicado el colegio San Juan, una institución educativa pública fundada hacía más de cincuenta años, que funcionaba, además, como albergue para jóvenes varones con problemas de conducta. Allí cruzó para adentrarse en una calle oscura y desierta. A partir de esa zona no había electricidad, aumentando el riesgo.

Los chicos que allí vivían eran huérfanos o pertenecían a familias humildes y poseían un carácter subversivo irrefrenable. Para encauzar sus temperamentos era necesario el aislamiento. Esa situación transformaba los alrededores del colegio en una zona peligrosa. Existía la posibilidad de toparse con alguno de los que salían a escondidas por la noche, para hacer de las suyas y descargar tensiones.

Esteban encomendó la protección de su alma a Dios y apresuró la caminata. Al final de la institución, cerca de las residencias de los vecinos, estaban ubicados dos contenedores de basura, que en esa oportunidad se hallaban repletos y con algunos desperdicios en las proximidades. Un gemido de dolor resonó en el interior de uno de ellos. Esteban intentó hacer caso omiso al lamento imaginando que podía ser una trampa para robarlo, pero el quejido se hacía cada vez más sonoro y evidenciaba verdadero sufrimiento.

Su corazón solidario le exigió actuar. Si pretendía descansar algunas horas antes de volver al trabajo a la mañana siguiente, debía socorrer al afligido; o su conciencia no lo dejaría en paz durante la noche.

Se acercó con sigilo mientras sacaba una navaja que guardaba en un bolsillo del abrigo. Se asomó en el interior del contenedor y apreció una forma humana que se revolvía entre la húmeda basura.

—Ayuda...

Se sobresaltó al escuchar la desesperada petición de un moribundo. Miró a su alrededor en busca de ayuda, pero la débil luz de la luna, semioculta entre rezagadas nubes de lluvia, solo le mostraba sombras.

La Mirada del Dragón (COMPLETA)Where stories live. Discover now