ENTRE LIBROS Y ESPADAS.

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Tras muchas horas leyendo rollos de papiro, viejos legajos y mohosos libros, alzó la vista para darles un pequeño respiro a sus ojos vidriosos

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Tras muchas horas leyendo rollos de papiro, viejos legajos y mohosos libros, alzó la vista para darles un pequeño respiro a sus ojos vidriosos. Tardó un tiempo en enfocar cuando miró al frente, pero se los frotó y el escozor desapareció un instante. Volvió a mirar al frente y respiró tan profundamente como pudo.

A sus diecinueve años, el joven Álastor dedicaba la mayor parte de su tiempo a dos debilidades heredadas de Khastor, su padre. Una de ellas era la lectura. Los primeros recuerdos que evocaba de su progenitor se correspondían con aquellas largas y frías noches a la luz del viejo candil, tumbado en su camastro, tapado hasta la nariz con las mantas, y con su padre sentado junto a él, narrándole relatos épicos sobre reinos olvidados, valientes caballeros y poderosos magos; historias increíbles de honor y viejas glorias, de dragones y extraños seres, de antiguos conflictos y causas perdidas. Narraciones que despertaron en su alma el ansia por conocer más cosas sobre aquellos personajes con los que más tarde se encontraba en el brumoso territorio de los sueños. Aquellas noches fueron el germen de su actual pasión por los libros, el saber y la historia.

Volvió a respirar hondo y se estiró un poco en el polvoriento pupitre atestado de documentos. El cansancio de sus ojos le dio una tregua y por un momento su mente despertó. Fue entonces cuando se dio cuenta de la humedad que recorría sus mejillas, y de que el escozor de sus ojos se debía más a una profunda emoción que al cansancio. Se enjugó el rostro con el dorso de la mano y perdió su mirada en el entorno para impregnar sus sentidos con todo lo que lo rodeaba.

Hacía años que perdió la cuenta de las veces que había visitado la vieja biblioteca de la abadía de Uleh, capital del reino de Nakanya, su ciudad natal. Los rollos y libros almacenados en interminables estanterías lo llamaban con voces inaudibles para que disfrutara un rato más de sus contenidos. Las alas de su nariz se estrecharon para inhalar un aire que, como siempre, estaba impregnado de una curiosa y agradable mezcla de papel, cuero, polvo y humedad. Alzó el mentón para seguir la dirección de las gruesas y altas columnas de la estancia que, como los gigantes de sus fábulas, sostenían las arcadas del techo, dando tal sensación de enormidad que entre ellas se sentía como un insecto.

Pero lo que terminaba de elevarle en ese halo de misticismo que solo encontraba en aquel lugar eran los cánticos de los monjes reverberando desde el otro lado del gran portón, envolviendo su alma en un cálido susurro como una canción de cuna. A cuatro voces, los monjes dedicaban alabanzas a los dioses y, con los acordes de aquellas gargantas como marco idóneo, se sumergía en pos de una nueva leyenda entre el caos de libros desparramados. Así un día tras otro o, al menos, siempre que podía.

—Álastor, ¿te encuentras bien? —La cálida voz de un anciano vestido con sencillos hábitos sonó tras él.

—Como siempre, Erymeo —respondió.

—¿Y eso qué significa? —inquirió el monje enarcando una de sus cejas plateadas.

—Que en ningún lugar me encuentro tan a gusto como aquí.

Soy Yunque: Las dos lunasWhere stories live. Discover now