Al cabo de algunos minutos, Grant le devolvió la mirada a la inspectora.

—¿Y bien?

—Aún nada. —Mark Grant se dirigió hacia el cadáver y retiró la sábana que lo cubría, procediendo con el rastreo—. Hay restos microscópicos de tejido en la espalda: algodón, si no me equivoco. En la base del cráneo hay un pequeño agujero por el que se ha introducido la aguja láser que le ha quemado el cerebro y…

—¡Un momento! —exclamó el forense. Interrumpiéndolo—. Las causas de la muerte he de dictaminarlas yo.

—Ramón, si Mark dice que tiene el cerebro frito, es que es así —le contestó Ferrer—. Créeme.

—¿Y cómo puedes estar tan segura?

—Ramón, lo estoy. Si algo he aprendido de mi compañero en estos dos días, es que no se equivoca nunca.

En la mente de Ramón se hizo la luz.

—¡Claro! Él es…

—Exacto.

Mark la miró y Ferrer, por un momento, creyó ver una sombra de agradecimiento en sus ojos. Debían ser alucinaciones. “Aún acabará cayéndome bien”” rezongó interiormente la inspectora.

—Anda, Mark, sigue.

—En la espalda, entre los omoplatos, la piel está ligeramente enrojecida. Probablemente fue ahí donde el asesino le aplicó el tranquilizante, un Carlidum o algo similar, que se administra a través de la absorción de la piel. Ella ni se enteró hasta que se dio cuenta que no podía moverse.

—¿Algo más?

—Sí. El asesino usó guantes de cirujano durante todo el rato, pero ha quedado una ligera marca en la muñeca izquierda que corresponde a un anillo que el asesino llevaba en el dedo meñique de la mano derecha. Era un sello y lo llevaba puesto al revés.

—¿Podrás reproducir el dibujo?

—Sí. En estos momentos lo estoy transmitiendo a la impresora de su terminal, inspectora. Al mismo tiempo lo comparo con todos los modelos de éstas características que hay en el mercado para determinar su procedencia.

—Buen chico. Si has terminado, espérame en el coche.

En el mismo momento en que Mark abandonaba la habitación, entró el inspector Urbano, con su cara regordeta de cerdito cebado.  Había terminado de interrogar al portero.

—¡Vaya, Ferrer! ¿Qué tal te va con tu nuevo compañero? —le preguntó en un tono sarcástico que a la inspectora no le gustó lo más mínimo.

—Es más eficiente que tú —le contestó con una sonrisa—, y lo mejor de todo es que no apesta.

—Sigues tan amable y simpática.

—Como siempre. ¿Has averiguado quién es la muerta?

—Por supuesto, y no he necesitado la ayuda de ningún maldito genio para hacerlo. Se llama Priscila Onate, aunque era conocida como Pris. Vivía y trabajaba en el mismo apartamento. No hacía la calle: contactaba con sus clientes vía Red, concertaban la visita y les recibía aquí mismo. Era una prostituta de categoría y muchos de sus clientes son gente importante.

—¿Vio el portero al último cliente?

—No. Debieron entrar durante un momento en que él se ausentó para satisfacer ciertas necesidades fisiológicas, y como todos los residentes, tiene llave de la puerta principal…

—¿Y cómo sabe el portero que entraron juntos?

—No lo sabe, sólo lo supone porque la vio salir sobre las tres de la tarde de ayer y no la vio regresar. En realidad, no supo que había vuelto hasta que ella le llamó por el teléfono interior para decirle que no dejara subir a nadie a su apartamento porque tenía visita.

HIJOS DE LA CIENCIAWhere stories live. Discover now