—¿Vas a quedarte ahí plantado durante toda la noche? —le espetó finalmente con un más que notable tono irritado—. Tengo que vestirme, ¿recuerdas?

Mark musitó un lo siento sin que pareciera que realmente lo sentía y salió del apartamento. Seguía sin comprender por qué ella no era capaz de vestirse o desvestirse delante de su presencia. ¿No lo hacía delante de la tostadora o de la nevera?  Al fin y al cabo él no era más que otra máquina, ¿no? ¿Qué diferencia había? ¿Podría ser que su apariencia humana la intimidara de alguna manera? Las sinapsis del cerebro humano tomaba caminos muy extraños. No es que fuese a saltar encima de ella si la veía desnuda. Ciertamente no había ninguna reacción ante la imagen de Ferrer desnuda ante él. Era un androide. Frío. Sin sentimientos.

Se empalmó. Indudablemente había una reacción y no era nada lógica. Y eso lo confundió tanto que su cerebro casi colapsó y perdió el equilibrio, teniendo que sostenerse poniendo una mano contra la pared.

 Rediós.

El apartamento era realmente pequeño. Una sola habitación que hacía las funciones de cocina, comedor, salón y dormitorio, este último separado tan solo por un biombo de papel de arroz con dibujos orientales, y Ferrer no quería ningún mirón apostado en ninguna esquina de su casa que mirara, aunque fuera a ninguna parte, mientras ella se vestía. Mark era un hombre... o al menos se le parecía demasiado para actuar como si él no estuviese allí. Además, era tan jodidamente guapo que sólo de pensar en desnudarse ante él hacía que se le endurecieran los pezones y la entrepierna empezara a palpitar de necesidad, reacciones altamente incómodas e inconvenientes.

Miró la ropa que había llevado el día anterior tirada por el suelo tal y como la había dejado hacía apenas media hora, antes de meterse en la cama, y se encogió de hombros. Ya tendría tiempo después para llevarla al cesto de la ropa sucia.

Abrió la puerta del armario y sacó unos pantalones estilo militar, con amplios bolsillos laterales, una camiseta blanca, de tirantes, y la ropa interior. Era su estilo, nada elegante ni sexy, pero cómodo y práctico.

Cuando estuvo vestida se dedicó a buscar las botas de gruesa suela de goma que cada noche dejaba tiradas en el suelo sin vigilar a dónde iban a parar; al fin las encontró, una debajo de la cama y la otra encima del sofá.

Cogió su pistola, se puso la chaqueta de cuero tres cuartos negra y salió del apartamento.

Mark la esperaba en la calle, de pie al lado del coche, y sólo se decidió a entrar cuando ella se lo ordenó.

Ferrer se sentó ante el volante, se acomodó y abrochó el cinturón de seguridad, y se dedicó a observarlo mientras Mark entraba en el coche en el lado del copiloto.

—Oye, Mark, espero no tener que decirte a cada momento lo que tienes que hacer. Lo que quiero decir es que espero que tomes iniciativas por ti mismo, que te comportes como si fueras humano.

Mark giró la cabeza y la miró con esos insondables ojos fríos, sin mostrar ninguna reacción.

—El problema es que no lo soy.

Ferrer apretó el volante con fuerza y lo miró, irritada.

—Entonces, ¿he de decirte a cada momento lo que debes o no debes hacer?

—No. Pero no puede pretender que me comporte como lo que no soy.

Discutir contra esa lógica helada era irritante. Mark no acababa de comprender el concepto de ”leer entre líneas”. Todo lo asimilaba de una forma tan literal que era incapaz de interpretar ese tipo de sutilezas.

—Lo único que pretendo es no tener que decirte entra en el coche cuando es evidente que eso es lo que debes hacer, o sal del apartamento cada vez que yo deba cambiarme de ropa. Bastante molesto es tenerte ahí todo el tiempo, incluso cuando duermo. Es como tener una jodida niñera.

—Lo siento. Procuraré que no vuelva a suceder.

—Bien. Eso espero.

Ferrer puso el coche en marcha y condujo con prudencia mientras admiraba la ciudad.

Barcelona era la única megápolis que conservaba la superficie en perfecto estado de habitabilidad, a pesar que el noventa y nueve por ciento de su población vivía en los distintos niveles subterráneos y a duras penas salían a la superficie un par de veces al año.

A finales del siglo XXI y a causa de la buena marcha de la economía después de una larga época de vacas flacas, hubo una explosión demográfica ubicada principalmente en las grandes ciudades. La población, después de varias generaciones en que las parejas debían contentarse con tener sólo uno o dos hijos, decidió de forma unánime y subconsciente que quizá ya era el momento en el que las familias numerosas volvieran a ser algo normal y cotidiano, rescatadas de la memoria popular.

Solucionados los problemas del hambre en lugares menos favorecidos que occidente gracias a los nuevos tipos de semillas alterados genéticamente que producían mayor cantidad de alimentos de calidad excepcional en terreros que hasta aquel momento eran totalmente baldíos, la sociedad del primer mundo dejó de tener mala conciencia por traer al mundo a niños cuando el resto del planeta se moría de hambre.

Este crecimiento demográfico trajo un problema: la falta de viviendas adecuadas para este nuevo tipo de familia. Los apartamentos que se construían entonces, de tres dormitorios como mucho, dejaron de ser funcionales y prácticos para pasar a ser verdaderas cárceles donde las familias vivían hacinadas. La mayor dificultad para solucionar el problema era la falta de suelo edificable y el poco que había era demasiado caro. Antes que la situación fuera insostenible, con el peligro que una revuelta social sacudiera los cimientos del mundo civilizado, alguien tuvo la brillante idea que acabó siendo la mejor solución: construir hacia abajo, en el subsuelo.

Así empezaron a edificarse los primeros complejos subterráneos, con viviendas suficientemente grandes para las familias numerosas y a precios asequibles para los trabajadores. Las autoridades, al ver en estos complejos la solución definitiva al problema de la falta de suelo edificable, apoyaron y subvencionaron más construcciones de este tipo, originando que en cincuenta años todas las grandes ciudades hubieran abandonado la superficie para convertirse en hormigueros gigantes, que pasaron a llamarse megápolis cuando, en su crecimiento, fueron absorbiendo todas las ciudades y pueblos de su alrededor.

El éxodo hacia el interior de la tierra fue constante durante años, y a medida que los edificios exteriores iban quedando obsoletos, eran derruidos. Las únicas construcciones que quedaron en la superficie fueron las fábricas contaminantes y las grandes centrales eléctricas que suministraban la energía necesaria para mantener la vida confortable en el interior. Dejaron de utilizarse las máquinas que producían gases susceptibles de embrutecer el aire o que consumían el oxígeno tan preciado allí dentro, siendo reconvertidas todas ellas para que utilizaran la electricidad.

Barcelona era la única megápolis que había convertido la mayor parte de su superficie en una gran zona verde, salpicada por núcleos aún habitados de gente probablemente romántica que se negaba a abandonar la belleza del mundo exterior por la espaciosidad del interior. Ferrer vivía en uno de estos pequeños oasis de cemento y hormigón calentados por el sol y bañados por la lluvia de vez en cuando.

Las megápolis no eran las únicas ciudades subterráneas. Las Ciudades Científicas, que empezaron a construirse también en el subsuelo a mediados del siglo XXIV, estaban estructuradas en niveles descendentes como las megápolis, pero albergaban exclusivamente las universidades de ciencias y los centros de investigación. Allí vivían y trabajaban científicos de todas las disciplinas, apartados y protegidos del resto del mundo por los agentes de Seguridad Gubernamental, como una casta aparte, intocables.

 Para un profano, entrar en una Ciudad Científica era prácticamente imposible, como si se trataran de templos dedicados al dios de la ciencia en cuyo interior sólo podían penetrar los elegidos, sus sacerdotes, los científicos.

HIJOS DE LA CIENCIAWhere stories live. Discover now