Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.

En el curso de sus reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos, resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó al notario a esconderse en la entrada del patio.

Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.

El notario se adelantó y le tocó en el hombro.

-¿El señor Hyde?

El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a Utterson, respondió con bastante calma:

-Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?

-Veo que vais a entrar -contestó el notario-. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.

-Si buscáis a Jekyll no está en casa -contestó Hyde metiendo la llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza-: ¿ Cómo me habéis reconocido?

¿Me haríais un favor? -dijo Utterson

-¿Cómo no? -contestó el otro. ¿Qué favor?

-Dejadme miraros a la cara.

Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.

-Así os habré visto -dijo Utterson-. Podrá valerme en otra ocasión.

-Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó Hyde-. A propósito, convendría que tuvieseis mi dirección -añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.

"Buen Dios! -se dijo el notario-, ¿es posible que también él haya pensado en el testamento?" Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.

- Y ahora decidme -dijo el otro-. ¿Cómo me habéis reconocido?

-Alguien os describió -fue la respuesta.

-¿Quién?

-Tenemos amigos comunes -dijo Utterson.

-¿Amigos comunes? -hizo eco Hyde con una voz un poco ronca-. ¿Y quiénes serían?

-Jekyll, por ejemplo -dijo el notario.

-¡El no me ha descrito nunca a nadie! - gritó Hyde con imprevista ira-. ¡No pensaba que me mintieseis!

-Vamos, no se debe hablar así - dijo Utterson.

El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después, con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.

El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.

El Extraño Caso del Dr.Jekyll y Mr.HydeWhere stories live. Discover now