Historia de la puerta

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Enfield y el notario caminaban por el otro lado de la calle, pero, cuando llegaron allí delante, el primero levantó el bastón indicando:

-¿Os habéis fijado en esa puerta? -preguntó. Y añadió a la respuesta afirmativa del otro-: Está asociada en mi memoria a una historia muy extraña.

-¿Ah, sí? -dijo Utterson con un ligero cambio de voz-. ¿Qué historia?

-Bien -dijo Enfield-, así fue. Volvía a casa a pie de un lugar allá en el fin del mundo, hacia las tres de una negra mañana de invierno, y mi recorrido atravesaba una parte de la ciudad en la que no había más que las farolas. Calle tras calle, y ni un alma, todos durmiendo. Calle tras calle, todo encendido como para una procesión y vacío como en una iglesia. Terminé encontrándome, a fuerza de escuchar y volver a escuchar, en ese particular estado de ánimo en el que se empieza a desear vivamente ver a un policía. De repente vi dos figuras: una era un hombre de baja estatura, que venía a buen paso y con la cabeza gacha por el fondo de la calle; la otra era una niña, de ocho o diez años, que llegaba corriendo por una bocacalle.

"Bien, señor -prosiguió Enfield-, fue bastante natural que los dos, en la esquina, se dieran de bruces. Pero aquí viene la parte más horrible: el hombre pisoteó tranquilamente a la niña caída y siguió su camino, dejándola llorando en el suelo. Contado no es nada, pero verlo fue un infierno. No parecía ni siquiera un hombre, sino un vulgar Juggernaut... Yo me puse a correr gritando, agarré al caballero por la solapa y lo llevé donde ya había un grupo de Personas alrededor de la niña que gritaba.

El se quedó totalmente indiferente, no opuso la mínima resistencia, me echó una mirada, pero una mirada tan horrible que helaba la sangre. Las personas que habían acudido eran los familiares de la pequeña, que resultó que la habían mandado a buscar a un médico, y poco después llegó el mismo. Bien, según este último, la niña no se había hecho nada, estaba más bien asustada; por lo que, en resumidas cuentas, todo podría haber terminado ahí, si no hubiera tenido lugar una curiosa circunstancia. Yo había aborrecido a mi caballero desde el primer momento; y también la familia de la niña, como es natural, lo había odiado inmediatamente. Pero me impresionó la actitud del médico, o boticario que fuese.

"Era -explicó Enfield-, el clásico tipo estirado, sin color ni edad, con un marcado acento de Edimburgo y la emotividad de un tronco. Pues bien, señor, le sucedió lo mismo que a nosotros: lo veía palidecer de náusea cada vez que miraba a aquel hombre y temblar por las ganas de matarlo. Yo entendía lo que sentía, como él entendía lo que sentía yo; pero, no siendo el caso de matar a nadie, buscamos otra solución. Habríamos montado tal escándalo, dijimos a nuestro prisionero, que su nombre se difamaría de cabo a rabo de Londres: si tenía amigos o reputación que perder lo habría perdido. Mientras nosotros, por otra parte, lo avergonzábamos y lo marcábamos a fuego, teníamos que controlar a las mujeres, que se le echaban encima como arpías. Jamás he visto un círculo de caras más enfurecidas. Y él allí en medio, con esa especie de mueca negra y fría.

Estaba también asustado, se veía, pero sin sombra de arrepentimiento. ¡Os seguro, un diablo!

Al final nos dijo: ¡Pagaré, si es lo que queréis!

Un caballero paga siempre para evitar el escándalo. Decidme vuestra cantidad." La cantidad fue de cien esterlinas para la familia de la niña, y en nuestras caras debía haber algo que no presagiaba nada bueno, por lo que él, aunque estuviese claramente quemado, lo aceptó.

Ahora había que conseguir el dinero. Pues bien, ¿dónde creéis que nos llevó? Precisamente a esa puerta.

Sacó la llave -continuó Enfield-, entró y volvió al poco rato son diez esterlinas en contante y el resto en un cheque. El cheque era del banco Coutts, al portador y llevaba la firma de una persona que no puedo decir, aunque sea uno de los puntos más singulares de mi historia. De todas las formas se trataba de un nombre muy conocido, que a menudo aparece impreso; si la cantidad era alta, la Firma era una garantía suficiente siempre que fuese auténtica, naturalmente. Me tomé la libertad de comentar a nuestro caballero que toda la historia me parecía apócrifa: porque un hombre, en la vida real, no entra a las cuatro de la mañana por la puerta de una bodega para salir, unos instantes después, con el cheque de otro hombre por valor de casi cien esterlinas. Pero él, con su mueca impúdica, se quedó perfectamente a sus anchas. "No se preocupen -dijo-, me quedaré aquí hasta que abran los bancos y cobraré el cheque personalmente" . De esta forma nos pusimos en marcha el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y fuimos todos a esperar a mi casa. Por la mañana, después del desayuno, fuimos al banco todos juntos. Presenté yo mismo el cheque, diciendo que tenía razones para sospechar que la firma era falsa. Y sin embargo, nada de eso. El cheque era auténtico.

-¡Huy, huy! -dijo Utterson.

-Veo que pensáis igual que yo -dijo Enfield-. Sí, una historia sucia. Porque mi hombre era uno con el que nadie querría saber nada, un condenado; mientras que la persona que firmó el cheque es honorable, persona de renombre, además de ser (esto hace el caso aún más deplorable) una de esas buenas personas que "hacen el bien", como suele decirse...

Chantaje, supongo: un hombre honesto obligado a pagar un ojo de la cara por algún desliz de juventud. Por eso, cuando pienso en la casa tras la puerta, pienso en la Casa del Chantaje. Aunque esto, ya sabéis, no es suficiente para explicar todo... -concluyó perplejo y quedándose luego pensativo.

Su compañero le distrajo un poco más tarde, y le preguntó algo bruscamente:

-¿Pero sabéis si el firmante del cheque vive ahí?

-Un lugar poco probable, ¿no creéis? -replicó Enfield-. Pues, no. He tenido ocasión de conocer su dirección y sé que vive en una plaza, pero no recuerdo en cuál.

-¿Y no os habéis informado nunca sobre..., sobre la casa tras la puerta?

-No, señor, me pareció poco delicado -fue la respuesta-. Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.

-Norma excelente -dijo el notario.

-Pero he estudiado el lugar por mi cuenta -retomó Enfield-. Realmente no parece una casa. Hay sólo una puerta, y nadie entra ni sale nunca, a excepción, y en contadas ocasiones, del caballero de mi aventura. Hay tres ventanas en el piso superior, que dan al patio, ninguna en la primera planta; estas tres ventanas están siempre cerradas, pero los cristales están limpios. Y hay una chimenea de la que normalmente sale humo, por lo que debe vivir alguien.

Pero no está muy claro el hecho de la chimenea, ya que dan al patio muchas casas, y resulta difícil decir dónde empieza una y termina otra.

Y los dos siguieron paseando en silencio.

-Enfield -dijo Utterson después de un rato-, vuestra norma es excelente.

-Sí, así lo creo -replicó Enfield.

-Sin embargo, a pesar de todo -continuó el notario-, hay algo que me gustaría pediros. Querría saber cómo se llama el hombre que pisoteó a la niña.

-¡Bah! -dijo Enfield-, no veo qué mal hay en decíroslo. El hombre se llamaba Hyde.

-¡Huy! -hizo Utterson-. ¿Y qué aspecto tiene?

-No es fácil describirlo. Hay algo que no encaja en su aspecto; algo desagradable, algo; sin duda, detestable. No he visto nunca a ningún hombre que me repugnase tanto, pero no sabría decir realmente por qué. Debe ser deforme, en cierto sentido; se tiene una fuerte sensación de deformidad, aunque luego no se logre poner el dedo en algo concreto. Lo extraño está en su conjunto, más que en los particulares. No, señor, no consigo empezar; no logro describirlo. Y no es por falta de memoria; porque, incluso, puedo decir que lo tengo ante mis ojos en este preciso instante.

El notario se quedó absorto y taciturno, como si siguiera el hilo de sus reflexiones.

-¿Estáis seguro de que tenía la llave? -dijo al final.

-Pero ¿y esto? -dijo Enfield sorprendido.

-Si, lo sé -dijo Utterson-, lo sé que parece extraño. Pero mirad, Richard, si no os pregunto el nombre de la otra persona es porque ya lo conozco. Vuestra historia... ha dado en el blanco, si se puede decir. Y por esto, si hubierais sido impreciso en algún punto, os ruego que me lo indiquéis.

-Me molesta que no me lo hayáis advertido antes -dijo el otro con una pizca de reproche-. Pero soy pedantemente preciso, usando vuestras palabras. Aquel hombre tenía la llave. Y aún más, todavía la tiene: he visto cómo la usaba hace menos de una semana.

Utterson suspiró profundamente, pero no dijo ni una palabra más. El más joven, después de unos momentos, reemprendió:

-He recibido otra lección sobre la importancia de estar callado. ¡Me avergüenzo de mi lengua demasiado larga!... Pero escuchad, hagamos un pacto de no hablar más de esta historia.

-De acuerdo, Richard -dijo el notario.

No hablaremos más.

El Extraño Caso del Dr.Jekyll y Mr.HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora