"Ya No Tengo Miedo"

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Caminábamos sin prisas, hablando de aquel tiempo en que no hablábamos. Recuperando los momentos perdidos. De repente, la cogí de la muñeca. Ya no tenía miedo.

Creí notar alguna vibración muy buena entre ambos y me aproveché de mi intuición. Quizá acabase con la mejilla palpitando por una fría y dura bofetada, quizá con el cerebro avergonzado por su más hiriente rechazo, o quizá otra parte de mi cuerpo aplaudiese de felicidad.

Allí de pie, en mitad de la calle, la besé sin miedo y ella se dejó mimar. Acabamos en su casa, que nos pillaba más cerca. Cuando entramos, bailamos por un camino de besos, buscando la cama. Nos íbamos parando en el pasillo para seguir saboreándonos. Ella estaba pegada a la pared. Moví mi cadera, desbocada, deseada, empujándola hacia la suya, atrapándola en un callejón sin salida del que no parecía querer escapar. Tuve que contenerme con un esfuerzo enorme por no hacerla totalmente mia, hacerle el amor allí mismo, de pie, como dos gorilas. Al final conseguimos llegar al dormitorio. En la calidez de su habitación la notaba más cerca. Se sentó en el borde de la cama y me puse a horcajadas sobre su cintura. Por increíble que pareciera, aún nos duraba la ropa puesta. Descubrimos que nos encantaba besarnos, conocernos los labios desde distintos ángulos, perdiéndonos entre su fuego.

—¿Estás bien, nena?.— suspiré.

—Sí… — resopló, incapaz de decir nada más complejo.

—Eres jodidamente preciosa.— dije, hechizada por su belleza natural.

Le dimos un descanso a las lenguas y pasamos a comunicarnos con palabras y esponjosos besos tímidos. Ella me entregaba su boca sin reparo. No tardaríamos en entregarnos cuerpo a cuerpo. La censura y el miedo habían dado paso al deseo.

— Me encanta verte tan excitado.— consiguió decir, con su encantador lenguaje mezclando el español de varias zonas del mundo.

— Lo estoy, me pones mucho. ¿Y tú?.— al preguntárselo, le pasé la lengua por su labio superior, dejándola casi sin sentido, en suspenso, privada.

— Sí… — ronroneó entre jadeos cada vez más rápidos.— Es obvio que sí.

Era obvio que sí. Su cadera no hacía más que moverse descontrolada.

— Ya te dije que me había perdido mucho por ser tan tímido –la besé, sin controlar yo tampoco el movimiento de mi pelvis.

Apenas podía contenerme. Apenas quería contenerme. Aquella mujer, por la que tantas veces había suspirado, soñado, anhelado, deseado, me perdía, en todos los sentidos. Anulaba todas mis evasivas. He de reconocer que me encantaba que así fuera.

— Oh, cariño… — susurré meloso.— Quiero exprimir la vida al máximo.– la besé.— Junto a ti.— otro beso.— Unidos tú y yo.– y otro más. Bajé las manos hasta sus pechos, pequeños, mullidos, deseables. Le levanté la camiseta y el sujetador y uní mis labios a las perlas que los coronaban, olvidando todo pudor, notando cómo crecían dentro de mi boca. Nunca el color marrón me pareció tan hermoso. Aquellos adornados extremos me enloquecían, volviéndome un demente. Los besé, lamiéndolos, succionándolos, dándoles un suave y delicioso mordisquito. La dejé sin respiración, y yo ya estaba asfixiado. Entonces, resbalé mi cuerpo sobre el suyo. Se arrancó los pantalones y la ayudé a despegarse la última prenda empapada que me separaba de su desnudez. Me desvestí deprisa, desparramando toda la ropa por el suelo; no sabía si aguantaría mucho más. De repente, me agarró de las piernas con demasiado ímpetu, apretando su cuerpo contra el mío, como si quisiera fundir nuestras pieles. Teníamos ansia por aprendernos, por tenernos, por no volver a perdernos. El ritmo enloquecido de nuestras respiraciones nos excitaba. Volvimos a enredar nuestras lenguas sin darles tregua, abrazándolas entre mis gruñidos y sus gemidos. Deslicé una mano entre sus piernas, tentada por su humedad, concentrado en hacerla sentir el mayor de los placeres. No éramos dueños de nosotros, nos movíamos cada vez más apasionados.

Descendí por su cuerpo, dibujando en aquella piel esponjosa y aromática un camino de besos que llevaban al mismísimo paraíso. Yo estaba a punto de sucumbir a la cima sin que me hubiera tocado. Uní mis labios con aquellos que ya no estaban prohibidos, y con la experiencia de mis dedos, balanceé su pelvis, desbocado por completo, una y otra vez, acompañándola en aquel exótico baile, notando cómo se deshacía de gozo en mi boca. Cuando terminó, ascendí de nuevo, rogando más de sus besos y arrumacos. No podía detener el movimiento de mi cadera. Casi sin darme cuenta, acabé explotando contra su pierna entre un sinfín de jadeos nada cohibidos.

Poco a poco, nuestras respiraciones fueron recuperando el ritmo normal. Permanecimos un rato abrazados, mirándonos, acariciándonos en silencio las mejillas, el cuello, el pelo, la cintura, el pecho empapados en sudor, sin querer romper ninguna la conexión de nuestras pupilas. Allí, envueltos por el halo de su arte, que también es el mío, nos morimos de amor unas horas.

— Adoro que no dudes más.— me dijo.

Tendidos aun sobre la cama, ella acariciaba mi pecho mientras yo rosaba su cintura con la yema de mis dedos. Ahora podíamos tocarnos. La duda, con forma de muro, ya no existía. El absurdo pánico, que la sostenía en pie, tampoco. Ya no tenía miedo.

— Me encanta tu forma de entregarte. Eres otra persona distinta a la que conocí. Me gustas más así.— continuó.

Ahora era a mí a quien le costaba hablar. Mi piel quería más, así que le di mi opinión a través de arrumacos. Ella demostró saber responderlos con su amor espontáneo y generoso, sincero. Le acaricié el interior de los labios con la punta de la lengua, casi sin rozarla, impacientándola. Indagó por mi cuerpo con sus caricias, lamiéndome toda la piel, dejando sus marcas sobre mi pecho y cuello con deseo, con anhelo. Se me escapaban gruñidos desesperados, que ella atrapaba gozosa entre sus labios insaciables. Su cadera volvía a mecerse descontrolada sobre mi cuerpo, buscándome, y la acompañé en esa sensual ideal suyo, perdiéndonos me coloque sobre ella y empuje mi cadera, haciendo que la penetrase. impulsando nuestras caderas, perfectamente acopladas, a un mismo ritmo. El mismo con el que también latían nuestros corazones, suspirando cada uno el nombre de el otro.

— Bruno...

— ________...

Quise fundirme en su perfume. Ansié mezclarme con sus miradas cómplices. Deseé tatuarme su orgasmo. Suspirar sus versos, escucharla gimiendo por alcanzar el final del poema que empezaba en ella y nunca terminaba.

— Encanto, muchas veces me apetece viajar a tus labios más privados, pero siempre quiero empezar por comerme el mundo en tu boca. Porque, ahora sí, ya no tengo más miedo.

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