Mientras miraba alrededor, notó una silueta detrás de él. Lentamente giró hasta encontrarse con una azulada mirada, inocente y asustadiza.

Ella removió algo en su interior apenas la observó ¡No había duda! Ahora sólo quería amarla y protegerla.

Por su nariz respingada y perfecta aún caían gotas de agua hacia una bella y sonrosada boca. Era un deleite observarla sosteniéndose con sus antebrazos en la barca, mientras no dejaba de mirarlo con interés. Aunque el agua mantenía mojado su cabello podía divisar su color oro. Era perfecta, única y sólo para él.

—Hola —susurró nervioso y manteniendo baja la voz para no asustarla. Tenía miedo de acercarse y que desapareciera de nuevo.

Ella no le habló; en realidad, no sabía si las sirenas hablaban. Su abuelo nunca le había contado eso ni él había preguntado.

Cuando sonrió, Ayes pudo constatar que ella no se iba apartar de él. Estaba seguro de que, aunque no le hablara podría entenderla y amarla.

Desde que sus miradas se cruzaron, sintió que algo había despertado dentro de él: la capacidad de entender a su pareja, la misma que la diosa Luna le había obsequiado. Sintió que ahora el mar no solo era parte de su vida, sino que era su vida. Poseía a la sirena que amaba con toda el alma, y aquello lo hacía ser de él.


A partir de entonces a Ayes no le importaba pasar horas y horas zambullido en el mar; hasta había aprendido a contener por mucho más tiempo la respiración dentro del agua. Disfrutaba de sus besos dentro y fuera del mar, aquella boca cálida que lo recibía con amor y entrega.

Sus manos conocían con exactitud cada parte de su particular cuerpo. Le gustaba cómo ella era y no la cambiaría por ninguna humana. A veces podía jurar que la veía sonrojar cuando le decía alguna palabra dulce.

En los momentos que salían a la superficie se sentía un poco turbado y no quería exponerla; sobre todo se sentía celoso porque era hermosa, y sólo su largo cabello cubría sus pechos. Siempre sentía temor que apareciera algún barco y la vieran.

Al ser un pueblo pequeño todos se conocían por ahí y, aunque en su parte superior pareciera humana, su identidad generaría muchas preguntas y una búsqueda peligrosa.

Así que, ingeniosamente, sólo subían al bote cuando estaba seguro de que nadie podría verlos; la mayor parte del tiempo la pasaban en el agua. Todos los días Ayes iba a buscar a su dulce y encantadora mujer, para él se había convertido en eso. Según la leyenda ya estaban unidos de por vida.

—Te amo —pronunció mientras besaba brevemente su suave y dulce boca —. Prometo que te amaré siempre.

Aunque ella no le hablaba, entre ellos existía una conexión extraordinaria. Como dijo el abuelo después que Ayes lo interrogara, «el amor no necesita palabras cuando ya está unido desde siempre»; aquello lo comprobó día tras día al disfrutar de su compañía. Era su complemento.

Como contestación a su promesa, su sirena tocó suavemente su mejilla y se acercó a darle un beso. Sus ojos demostraban admiración y amor hacia él. Estaba seguro de que no se cansaría de tenerla a su lado.



—Siempre me ha gustado tu historia, tío. Ojalá que mi vida también esté atada a una sirena, yo también nací el catorce de febrero —dijo Jonás al terminar de escuchar el relato.

—Con los años lo sabrás. Aún tienes dieciséis. Pero recuerda, no a todos los que nacen en esa fecha les corresponde una sirena, ella también tiene que nacer ese día.

—Mi mamá dice que no debemos de creerte todo lo que nos cuentas. Yo sí te creo. Pero, ¿algún día la conoceremos? Yo quiero verla —pidió Emily entusiasmada a su tío favorito, Ayes.

—Lo dudo hermosa. Debemos mantener el secreto para protegerla.

—Es verdad, Emily, y ya no insistas. Si las personas la vieran podrían hacerle daño. Yo tampoco la mostraría si fuera mi sirena.

—Ya es tarde —Miró el reloj —. Vayan a su casa.

—¿Te irás a dormir también? —preguntó Emily.

—¿Les digo algo? —indagó acercándose a ellos —. Hoy voy a verla, pero no se lo digan a sus padres.

Los niños se maravillaron al escucharlo y salieron junto a su tío de la casa muy contentos. Ya estando en la arena se despidieron y Ayes se dirigió en su barca a su único destino: el mar.

Ahora, con cuarenta y siete años de edad seguía gustándole el mar. No solo había nacido cerca de él, sino que le había dado al amor de su vida: su sirena.

Estaba deseoso de verla. Cada día se le estaba haciendo más difícil dejarla, y ansiaba ir a su encuentro.

Su abuelo ya no vivía; pero, ¿sería cierta la otra parte de la historia que le contaba?

«Cuando el humano acabe su existencia en la tierra, la diosa Luna le concederá el privilegio de ser Serens, un compañero eterno para la sirena, la cual lo estará esperando para estar juntos en el mar por la eternidad»


Relato inspirado en la pintura de "El pescador y la sirena" de Frederic Leighton, 1858

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Relato inspirado en la pintura de "El pescador y la sirena" de Frederic Leighton, 1858.

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