Zaid vio que su madre tenía el pulso visiblemente agitado en las venas del cuello.

—Mejor procura llevarte tu batería a otra parte —continuó ella—. ¡Hasta nuestros vecinos están cansados por tu ruido!

—¡Que no es ruido, mamá! —Gritó Zaid, cada vez más enojado— Además, no tengo a dónde ir con mi batería.

—Entonces pídele espacio a Francisco en su casa, él sí tiene en las paredes esos colchoncitos de los que hablas. Bien sabes que este vecindario siempre se queja del ruido que haces con esa cosa.

Zaid se fijó en su madre. Tenía una personalidad muy fuerte para ser una mujer tan bajita. Cuando estaba enojada, parecía que echaba chispas por todos lados y cualquiera le temía, incluso él. Tenía los esbeltos brazos en jarras y se le formaba una línea entre las cejas cuando estaba regañando a alguien de aquel modo. Sin embargo, Zaid estaba furioso. Sin responderle nada, se levantó, tomó su mochila, se la colgó al hombro y salió rápidamente de su habitación.

—¡¿A dónde vas?! —Gritó la mujer, siguiéndolo hasta el marco de la puerta.

—¡A donde haya esponjitas en los muros! —Le gritó con furia.

Al salir, se encargó de dar un portazo que cimbró la casa entera. Dalia pegó un brinco.

Ella suspiró, con el corazón doliente y fue a sentarse en la cama deshecha de su hijo. Las sábanas azules estaban revueltas con el edredón rojo con rayas azul marino que ella misma le había comprado. Se quedó mirando el hueco de la puerta por la que se había ido Zaid, sabía que quizás había sido muy dura con él; tocar la batería era el sueño de su hijo desde que tenía doce años. Y, aunque quería apoyarlo como se supone que las madres deben apoyar a los hijos, cuando él se ponía a tocar, le resultaba imposible. ¿Cómo podía creer su hijo que esos ruidos eran música? La música era inspiración y su hijo, en cambio, la volvía loca con esos golpeteos sin sentido que hacía la batería. Mientras cavilaba, una figura alta se pasó por ahí y se recargó en el marco de la puerta.

—¿No crees que exageras con tu hijo, Dalia? —Su marido, la miraba con esos ojos pardos que tanto la habían enamorado años atrás y de los que aún estaba prendada como si ejercieran sobre ella una clase de magnetismo. Su cabello lacio peinado de lado mostraba mechones canosos que a Dalia la volvían loca de orgullo.

—No sé si exagero, Saúl, pero ese niño me va a volver loca... Sabes bien que no soporto el ruido.

Saúl sonrió e inclinó ligeramente la cabeza, comprendiendo a su mujer. Se le formaban alrededor de los ojos unas cuantas arrugas cuando reía, pero Dalia pensaba que no se veía viejo, sino como el hombre más guapo e interesante del mundo y con el amor que aumenta con el tiempo cuando alguien se vuelve tan familiar y cercano, para ella no había dudas de que lo era.

—Haz un esfuerzo, Dalia. Zaid ya no es un niño. Tiene que practicar, ¿cómo va a sobrevivir más adelante y, quizás, mantener a una familia cuando la tenga, si no hace lo que le gusta y trabaja en ello?

Dalia suspiró con exagerado dramatismo.

—Pero, ¿por qué no habrá elegido otra carrera? —Ella se llevó las manos al impecable cabello castaño oscuro— La música no es un buen negocio, Saúl, lo sabes.

—Eso no lo decidimos nosotros, amor... él puede triunfar tanto como quiera. Si nosotros lo detenemos y más adelante su sueño se ve frustrado, yo, como su padre, no me lo perdonaría. Lo peor que podría pasar sería mutilar a nuestro hijo en lo que es más bueno y sabe hacer mejor.

Dalia sabía que su marido tenía razón. Pese a que ella no comprendía la pasión de su hijo por su instrumento, sabía que para otras personas él era talentoso y, tenía que admitirlo, era muy, muy dedicado. Todo cuanto se proponía, lo lograba y lo cumplía. No había cosa que para Zaid fuese un obstáculo imposible de vencer. Ella misma lo había visto en los últimos dos años, cuando ella no había querido apoyarlo con lo de la música —Saúl sí lo apoyaba, pero como buen esposo, trataba de no contrariar lo que ella decidía. Sin embargo, Saúl reprendía con cariño aparte a Dalia por ese orgullo tan necio que ella demostraba y que en nada beneficiaba a su relación con su hijo, pero aunque ella intentara, la relación nunca era la misma. Estaban a la defensiva uno del otro y eso se había vuelto insoportable para los dos—, Zaid se propuso a trabajar en una cafetería para pagarse la escuela. Se las veía muy duras —ella lo notaba en extremo cansado y desvelado—, pero nunca ni una vez se quejó. Muy por el contrario, lo veía pleno, radiante de alegría cada vez que avanzaba en clase y aprendía cosas nuevas.

«Saúl es un esposo maravilloso», pensó Dalia. Siempre sabía qué decirle y cómo hacerlo. Se alegró de estar casada con él. Sus amigas, eran infelices al lado de sus maridos, algunas ya habían empezado a divorciarse. Pero Dalia y Saúl, en sus veintiocho años juntos, habían sufrido mínimos disgustos; siempre que ella se enfurecía, él hacía lo posible para no decir nada y esperaba a que a ella se le bajara el genio para poder hablar razonablemente. Como beneficio adicional, era un excelente padre con sus hijos, Patricia y Zaid; nunca iba a poderle pagar a Dios por ese maravilloso marido que le había concedido.

—Eres el mejor esposo, ¿lo sabías? —Sus ojos no habían dejado de encontrarse mientras hablaban. Él avanzó hacia Dalia y ésta fue elevando su rostro a medida que se acercaba —Saúl era muy alto—. Él se inclinó, acarició la mejilla de su esposa y la miró con esos ojos risueños de siempre.

—Y tú la mejor esposa del mundo —Saúl le sonrió y se sentó a su lado para besarla.






N/A: Si llegaron hasta aquí, significa que les gustó un poco el prólogo de mi historia, lo cual es maravilloso. Muchas, muchísimas gracias por su apoyo.

RETROSPIRAL © (Terminada) ( #PGP2021 )Where stories live. Discover now