Pero la abuela no sabía que el curso de la historia estaba por cambiar.

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El domingo 10 de noviembre de 1985 ―con mis primos ya ni nos acordábamos de La llorona y el Hombre de la bolsa―, tras largos días de intensas lluvias, el lago Epecuén venció la valla de contención. Y la floreciente villa turística de mismo nombre se inundó. La gente huyó con lo puesto hacia Carhué.

El viejo cementerio quedó sepultado debajo del lago. El agua removió la tierra, y la famosa sal de la laguna hizo salir a flote cientos y cientos de ataúdes, que navegaron a la deriva por varias horas. Luego encallaron en la costa del lado de Carhué. Parecían pequeñas ballenas varadas, escupiendo agua podrida por las rajaduras de la madera.

Llevó mucho tiempo recuperar los cuerpos y volver a darles cristiana sepultura.

Se oía acá y allá que faltaba un cadáver. "No lo pueden encontrar", decía el dueño de la pulpería. Pero nadie sabía aún de quién era el cadáver.

Recién después de una semana, supimos su nombre: Matilda Asunción Jiménez, La llorona.

A los pocos días de la reveladora noticia, algunos chicos desaparecieron sin dejar rastro.

El pueblo se vio ceñido por sombras del pasado. El miedo se percibía en el aire, en los rostros de la gente que caminaba deprisa por las calles solitarias, solo para comprar lo imprescindible. Carhué, era ahora un pueblo fantasma. El único que caminaba tranquilo por las calles era Evaristo Anselmo.

No bien oímos su nombre, mis primos y yo nos acordamos de aquella historia de la abuela.

Muchas veces lo vimos desde la ventana a Evaristo Anselmo, pasaba por la calle que daba a las vías del ferrocarril cargando la bolsa de arpillera. Su aspecto nos hacía temblar. Su mirada fría y penetrante impartía pavor a través del vidrio de la ventana: no había vez que pasara que no volteara para mirarnos directamente a los ojos.

Una calurosa tarde de febrero, a la hora de la siesta, lo vimos volver del pueblo camino a su rancho. Cargaba su famosa bolsa de arpillera, como siempre. Pero, esta vez... esta vez algo se movía adentro de la bolsa.

―¡Un chico! ―gritó Carlitos―. ¡El hombre de la bolsa se robó un chico y se lo va a comer!

Miramos espantados, los cuatro amontonados junto a la ventana, cómo el viejo, vestido con unos trapos harapientos, caminaba con la bolsa al hombro, y conversaba con su hermano imaginario.

―¡Hoy vamos a comer muy rico, Anselmo! ―decía Evaristo, y enseguida cambiaba la voz―. ¡Que bueno, Evaristo! ¿Qué me vas a cocinar? ―Y Evaristo seguía―. ¡Algo muy sabroso y tierno! Muy, pero muy tierno. ¡Mmm! ¡Se me hace agua la boca! ―el viejo parecía un loco hablando solo.

Pasaba por el frente de la casa de la abuela. Nuestros asustados ojos lo siguieron hasta perderlo de vista por un costado de la ventana.

Corrimos hacia afuera. Vimos que Evaristo Anselmo doblaba en la esquina.

Yo me metí entre las cañas que daban a la otra calle, para ver si había tomado en dirección al maizal, camino a su rancho.

De repente escuché el ruido de cañas secas partiéndose. Alguien se me acercaba por detrás, y mis flaquitas piernas se pusieron a temblar como en los días de invierno cuando caminaba a la escuela.

Una mano se apoyó en mi hombro...

―¿Y, lo viste?

¡Uf!, respiré aliviado. ¡Era Carlitos!

Los cuentos de la abuelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora