La valiente madre de leones

Cálido amanecer

El primer rayo de sol despertó a la joven que poseía una espléndida cabellera dorada. Éste se había posado con gracilidad y malicia sobre los párpados cerrados de la jovencita con total alevosía, despertándola de su inocente sueño. Las verdes pupilas empezaron a captar todo lo que la rodeaba: los paneles de madera robusta y labrada con maestría del carruaje, el traqueteo de los visillos blancos y que dejaban cada vez más pasar el sol con su movimiento, los árboles que todavía se mostraban oscuros y amenazadores. El astro comenzaba su andadura, con lo cual las sombras seguían vigentes en los lugares más poblados de hojas y ramas entretejidas.

Fijó su vista en su hermano Stafford que iba dormitando en el asiento frente a ella, con una de sus hermanas apoyada en su regazo y las piernas estiradas, tumbada sobre el incómodo asiento del coche de caballos. Era la pequeña Helen, aprovechando su pequeña altura, había conseguido dormir lo más cómoda posible; mientras que las dos hermanas, más mayores que Helen, iban sumidas en un placentero sueño apoyadas entre ellas y el cuello con una postura contrahecha.

Joanna apoyó su juvenil rostro sobre el antebrazo que había sacado por la ventanilla que tenía para ella sola, se sentía pegajosa tras dormir con aquel vestido tan pesado que su madre le había hecho ponerse para tan largo camino. Ahora las enormes y caras telas se encontraban arrugas, hechas un gurruño y dándole demasiado calor, sin embargo ella no dijo nada, no quería romper el silencio y quietud que se habían instalado con la llegada del aurora. Observaba a los árboles desfilar cerca del coche, con los troncos todavía oscuros, poblados en las partes que miraban hacia el norte con un musgo feo, asemejábase a la tan temida psoriagrís que los maestres intentaban combatir a brazo partido.

En su fuero interno rezaba a la Doncella para llegar cuanto antes a la capital del reino, donde se reunirían con sus padres y Damon. Dio un tierno e inocente puntapié a su hermano dormido. Éste se despabiló de su profundo sueño con cara de pocos amigos y le escupió un gruñido rubicundo a la niña.

—¿Cómo puedes dormir tan a pierna suelta cuando vamos en este traqueteante carromato y la incomodidad que conlleva? —preguntó la niña Joanna.

—Ahora dirás que tú no has descansado nada esta noche, ¿verdad?

—Claro que he reposado mi mente, querido hermano —correspondió la jovenzuela—. Sin embargo pienso en padre y madre. ¿Crees que se olvidarán de recogernos?

Su hermano puso los ojos en blanco, se acomodó sobre el rudimentario asiento para intentar volver a dormirse, pero finalmente volvió a retomar la conversación con la muchacha, que le parecía que tenía un temor totalmente infantil, o así se le antojaba a él.

—Damon vendría por nosotros.

Joanna asiente con total confianza de que eso ocurra, hace tanto que no le ve...

—Mira, qué bonito se ve todo ahora —comentó su hermano señalando afuera. 

El camino parece más ancho que antes ya que los árboles parecen haberse alejado de éste, como si temieran por sí mismos, haciendo que la congoja de Joanna se alivie al sentirse menos presionada por las sombras, liberándola de la angustiosa sensación de opresión y del peligro de los bandidos.

—Joven Lannister —habla con el cochero con una alegría inusitada e inesperada entre los dos jóvenes que ya tienen los sentidos abiertos por completo—, estamos a menos de una jornada para llegar a Desembarco del Rey.

«Este pobre hombre lleva toda la noche en vela. Normal que haya tal alegría y contento acumulado en él cuando ve que el viaje toca a su fin», pensó Joanna, sintiendo una enorme satisfacción por tales noticias. Al fin podría bajarse de aquel horrible e incómodo carruaje, darse un baño, quitarse aquellas horribles y olorosas ropas, también podría despejarse, andar y dejar de sentir ese hormigueo horrible en las piernas debido a la falta de espacio y ejercicio.