Por suerte, mis mejores amigas, con las cuales compartía el techo y por lo tanto la desdicha del desamor, se encontraban conmigo en ese momento. Corrieron a la habitación en cuanto oyeron que un objeto de vidrio golpeaba contra el suelo rompiéndose en pedacitos. No era mi corazón, pero habría sonado igual si hubiéramos podido escucharlo por dentro.

Me encontraron sentada en el suelo, vistiendo una bata de baño rosa, la mano sobre la boca intentando acallar los gritos del corazón y con la mirada perdida en la pantalla de la computadora mirándome desde el escritorio, burlándose de mí. Se sentaron a mi lado con cuidado de no pisar algún vidrio y me preguntaron qué había pasado. Mi cuarto parecía haber sufrido el paso de un tornado y todos se miraban entre sí con cara de what, intentando entender lo que sucedía y estudiando la habitación con detenimiento.

A nuestro alrededor, sobre el suelo, había miles de papeles esparcidos por doquier, seis o siete plumas de diferentes colores, un labial, un rímel abierto, un estuche de maquillaje despedazado, un vaso roto cuyo contenido nos empapaba las piernas y que nadie se había molestado en recoger aún. Todo aquello reposaba inerte sobre el escritorio junto a la computadora, antes de que mi brazo, con la fuerza iracunda de Hulk, lanzara todo por el aire. Siempre había querido hacer eso. Eso y tirarle la bebida en la cara a un patán se ve tan cool en las películas. La realidad es que hay tanto dolor detrás que no es nada, pero nada, cool. Además, después hay que limpiarlo todo, pero esa parte la editan en la pantalla grande.

—Háblanos, Alexa. ¿Qué pasó, churra? —preguntó Carola con un tono lleno de preocupación.

Nos llamábamos churras, porque en algunos países de Latinoamérica, como Colombia, significa guapa. Era obvio que esa vez lo decía por costumbre, pues mi pinta se asemejaba más a la de una loca: el pelo rizado y esponjado como un león, mi bata de baño rosa medio cubriéndome el cuerpo desnudo y la mirada perdida en la pantalla del ordenador. Si hubiera salido a la calle, la gente habría jurado que me había escapado de un manicomio.

Le respondí sin palabras, limitándome a señalar la computadora con mi cabeza, y Dani comenzó a leer en voz alta lo que encontró. Fue entonces cuando se abrió la fuga en mis lagrimales.

Un río templado de lágrimas furiosas brotó y descendió sin pausa por mis pálidos cachetes, dejando una huella de rímel negro en el camino. Los dedos ni siquiera intentaron detenerlas, venían cargadas de fuerza y odio.

Mi amiga Carola me tomaba la mano con fuerza, aunque con una mirada compasiva y entristecida. Ella era la fuerte, tenía la habilidad de hacernos reír justo en los momentos más tristes, volteaba nuestro mundo de cabeza como si nos hicieran cosquillas. Sacaba de su escondite el famosísimo Néctar Azul, un aguardiente colombiano que no solo hacía que se olvidaran las penas, también curaba todas las heridas; ponía a todo volumen su vallenato favorito, tan alto que parecía invitar a los vecinos a bailar al son de la guacharaca y un instante después, todo era alegría, fiesta y diversión.

—Esos pinches manes, marica, un día se van a arrepentir, ya verás. Los tendremos a todos rogándonos, marica, ro-gán-do-nos, de rodillas y todo —me gritaba por encima de la música con ese acento de la capital de Colombia, pero bien mexicanizado. El tono siempre de indignación, aunque con una sonrisa gigante en la cara. Me abrazaba por el cuello y me hacía beber de su aguardiente cual mamila en mano mientras gritaba «¡Wuuuuuuuu!».

Siempre que Caro estaba cerca, se aplicaba «la ley de Celia Cruz» y las penas se iban cantando. Pero esta vez era diferente, esta vez no tenía palabras motivadoras ni ganas de cantar, sabía que ninguna bebida milagrosa sería tan fuerte como para calmar ese dolor. Frédéric nos había roto el corazón a todas.

Siete Meses ♥GANADORA PREMIOS WATTY 2014♥ Publicada en PapelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora