Capítulo 1: en el que Genevieve mete la pata

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—¡Me lo imaginaba! ¿Qué diantres estabas haciendo cuando anuncié hoy las tareas de recibimiento?

—¿Yo? Nada.

—¡Por supuesto que nada! —Bernie volvió a tirar de su pantorrilla—. Ponte de pie, niña tonta, y ve a hacer tus tareas, si no quieres que te ponga en la calle de unas buenas patadas en tus nalgas.

Gennie no dijo nada y se irguió despacio, mirando aburrida a la jefa de las mucamas. Bernie siguió con la vista fija en ella, esperando que la amenaza surtiera efecto. Pero la muchacha se tomó su tiempo en levantarse del suelo, hasta que vio que la mujer estaba a punto de echarse a gritar otra vez. Genevieve terminó con un movimiento rápido, hizo una señal militar y se alejó corriendo antes de que Bernadette la azotara en las nalgas de verdad.

Se tocó las pompis a medida que correteaba por el castillo. Se acordaba de la única vez en que Bernie le había dado unas nalgadas, hacía más de doce años, y eso sí que había dolido. Quizás porque era pequeña y las manos de la jefa le parecían más enormes en aquel entonces. Pero Bernie no sería capaz de nalguearla ahora. Ya tenía sus buenos años encima y Genevieve tampoco era una niña de cinco.

Saltó los escalones rotos de la escalera que bajaba a la lavandería y se apresuró a tomar un balde y un trapeador, antes de que alguien más notara que acababa de aparecer. Espió a Donna, que tarareaba mientras remojaba unas sábanas en la tina de lavado y, como la señora apenas si la vio, se limitó a coger las cosas y a subir las rotas escaleras de vuelta al rellano superior.

«Pasillo del tercer piso».

Casi nunca iba al tercer piso y eso se debía a que, usualmente, el piso se hallaba deshabitado. Los señores del castillo y su hijo menor, Os, dormían en el segundo.

Genevieve deslizó los ojos por los frescos colgados en las paredes de roca lustrada. Por más que el piso se hallaba generalmente vacío de huéspedes, estaba siempre bien limpio.

El tercer piso era más pequeño que el resto. Se lo podía considerar hasta como un entrepiso. Y debido a su tamaño, el hijo mayor de la familia lo había tomado como propio desde hacía un par de años. Ese era su lugar.

Pero el señor casi nunca estaba en la casa. Genevieve no tenía idea de a dónde iba la mayor parte del año y tampoco le interesaba preguntar. Había visto pocas veces a Fredegar Godwell, al menos pocas que recordaba. Cuando Fredegar era aún joven para viajar, Genevieve era todavía más pequeña como para preocuparse por él. No sabía cuántos años tenía en total, pero al menos era cinco o seis mayor que ella.

Metió el trapeador dentro del balde con agua jabonosa y lo agitó cuatro veces. Cuatro era para ella el número exacto, justo. Con la espuma a punto, comenzó su trabajo.

Agitó la estopa con fuerza, tan rápido como pudo. Mientras más pronto terminara de fregar ese maldito pasillo del tercer piso, más rápido podría volver a su libro, aún en el suelo tras la cortina.

—¿Qué pasa si... —dijo alguien a sus espaldas, cuando Gennie tenía la mitad del pasillo fregado, después de una furiosa lavada veloz—... pongo mis botas llenas de lodo en tu brillante piso?

Genevieve se giró y apuntó con el trapeador al chico, de su misma edad, que estaba en el comienzo de la escalera.

—Te golpearé hasta que ruedes por los escalones, Os.

Os Godwell ahogó una risa.

—La maléfica Genevieve —se burló, mientras levantaba tentativamente un pie lleno de lodo.

—¡Quita tu asquerosa pata llena de popo de caballo de mi suelo! —chilló la muchacha, agitando el trapeador en su dirección—. ¡O usaré esto para limpiar tus babas!

Genevieve - Crónicas de Aladia 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora