Cuando todo comenzó

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El trabajo era duro; no era la primera vez que lo decía, ni tampoco la última. De pocas cosas puedo estar segura, pero aquello era indiscutible.
¿Que por qué comienzo así?
Bueno, si quieres comprender bien esta historia, tienes que comprender bien cómo era la vida de los duendes por acá, y básicamente no era nada más que eso: trabajo.
¿Esperabas algo más? ¿Tal vez que bailáramos, que usáramos bastones de caramelo como sombreros, o peor, que cantáramos estúpidas canciones sobre cuánto amamos la Navidad, todos los días, a todas horas?
Lamento decepcionarte, pero las cosas no eran así.
Pasabas más horas en el taller de las que puedas llevar cuenta, y aunque algunos lo crean, este no era nuestro hogar. El taller era una prisión sin barrotes, en la cual los duendes entraban sin que los forzasen, y sin que sufrieran por ello, debido a que las cosas nunca habían sido diferentes. Nunca nadie se había quejado sobre lo miserable que era la vida basada en el trabajo excesivo, porque todos creían que esto era normal, que así debía de ser.
Pero yo no.
Yo no era tan vulnerable como para caer en esas redes. Sin importarme lo que se susurrara por ahí sobre mí, yo no estaba loca. Los demás eran quienes lo estaban.
¿Y quién soy yo? Podrás preguntarte.
Chelina Candyberg.
La única duende que no tenía la mente llena de caramelos esponjosos que se hacen pasar por cerebro. Yo era la única que entendía los hechos: cargar con orejas puntiagudas era una condena de la que nadie te notificaba, una que ni siquiera notabas hasta que ponían llave a tu celda.
     —Tal vez yo no quiera trabajar ahí —le repliqué a mi madre una vez, cuando era pequeña, y mis días de trabajo llevaban poco de haber comenzado.
—Tienes que —me respondió ella, mientras me obligaba a salir de la aldea, jalándome por el brazo. No importó cuánto chillara, ella seguía forcejeando.
—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué tengo que hacerlo?!
—Porque así son las cosas aquí, Chelina. Tienes que entenderlo —dijo mi padre, caminando frente a nosotras, fingiendo que no había un gran desastre lleno de lloriqueos y jadeos a sus espaldas, ya fuera porque no quería involucrarse o no quería pasar la misma vergüenza que mi madre.
—¡Nunca me lo preguntaron! ¡Yo nunca dije que quería trabajar ahí!
—Porque no hay opción, ¿comprendes? —soltó abruptamente mi progenitora, deteniéndose y obligándome a mirarla a los ojos; la histeria los consumía. Nunca pensé que recordaría ese momento para toda la vida, o más específicamente, aquellas palabras—. Eres duende, trabajarás para Papá Noel, punto. No tienes alternativas, ni salida. Así funciona esto y así es como debe de ser.
Y esa fue la última vez que mencioné algo sobre eso.
No era estúpida, por lo que deduje que cualquier intento por cambiar la situación no daría frutos, y con el pasar de los años, terminé por resignarme. Después de todo, terminabas acostumbrándote a la rutina. Porque sí, todos los días era una rutina que poco variaba.
Levantarse, ir a trabajar, regresar, y dormir lo suficiente para el día siguiente.
¿Suena horrible? Pues resulta serlo aún más que eso.
Pero ese día... nunca podría haberme preparado para el cambio que las cosas darían para mí, y para todo lo que era mi vida. Digo, ¿cómo podría haber sabido esa mañana, cuando abrí los ojos, que estaba por comenzar el parte aguas?
Y aún y sabiéndolo, no habría dado crédito. Mi mente se habría mantenido absorta en las palabras que, más que recuerdos, se volvieron un mantra: «No tienes alternativas, ni salida».

 Mi mente se habría mantenido absorta en las palabras que, más que recuerdos, se volvieron un mantra: «No tienes alternativas, ni salida»

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Chelina ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora