Prólogo

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Highlands, 1746

Gwendolyn tenía nueve años el día en que casi mató al futuro jefe del clan MacCullough.

Estaba en lo alto de un robusto roble, comprobando la resistencia de cada rama para ver si aguantaba su peso, cuando lo divisó montado en su peludo pony.

Acomodó la espalda en un bien usado hueco del tronco y observó a través de la cortina verde menta de las hojas, con el corazón casi detenido. Sí, era él. Era imposible confundir el majestuoso porte de Bernard MacCullough ni el mechón de pelo oscuro que le caía sobre la frente. Llevaba una manta de tratan escarlata con negro cruzada sobre su camisa color azafrán. El broche de plata en que estaba grabada la figura de un dragón, el blasón de los MacCullough, le atrajo la atención a sus hombros, que parecían ensancharse un poco más cada día. Su corta falda dejaba ver sus largas piernas bronceadas abrazadas a los flancos del pony.

Gwendolyn apoyó el mentón en la mano y suspiró, contentándose con observarlo dirigir su pony por el sendero rocoso con una elegancia y pericia propia de un joven mayor de quince años, que eran los que él tenía. Aunque lo veía pasar por ese sendero todos los días, jamás se cansaba de mirarlo, jamás se cansaba de soñar con que algún día él miraría hacia arriba y la vería. -«¿Quién está ahí? », preguntaría, deteniendo a su pony. «¿Podría ser un ángel caído del cielo?» «Sólo soy yo, milord», respondería ella. «La hermosa lady Gwendolyn». Entonces él enseñaría sus blancos diente en una tierna sonrisa, y ella descendería al suelo flotando (en sus sueños siempre tenía un bonito par de alas de gasa). Entonces, con una sola mano él la levantaría del suelo y la subiría a su pony, y cabalgarían por la aldea, ante las orgullosas sonrisas de su mamá y su papá, las caras boquiabiertas de los aldeanos, y las envidiosas miradas de sus dos hermanas mayores.

-¡Mirad! Ahí está Gwennie, arriba de ese árbol. ¡Y luego dicen que los cerdos no vuelan!

Chillonas carcajadas sacaron a Gwendolyn de su ensoñación. Miró hacia abajo, vio el círculo de niños riendo y empezó a erizársele la piel con un muy conocido miedo. Tal vez si no se daba por aludida de sus burlas, se marcharían.

-No sé para qué pierdes el tiempo ahí arriba, cuando todas las bellotas están en el suelo -gritó Ross, el fornido hijo del herrero, palmoteándose la rodilla, muerto de risa.

-Ay, Ross, calla -rió Glynnis, la hermana de doce años de Gwendolyn, cogiéndose de su brazo y agitando sus rizos castaño rojizos-. Si dejas en paz a esa pobre cría te dejaré robarme un beso después.

La hermana de once años, Nessa, de cabellos más dorados que rojizos, se cogió del otro brazo de Ross torciendo el morro coquetamente.

-Guárdate tus labios para ti, muchacha. Ya me ha prometido sus besos a mí.

-No os preocupéis, muchachas –dijo Ross, apretándolas hasta hacerlas chillar-. Tengo besos para todas. Aunque me costaría más besos de los que tengo para bajar a esa hermana vuestra.

-¡Vete, Ross y déjame en paz! -gritó Gwendolyn, sin poder contenerse.

-¿Y qué harás si no me voy? ¿Tirarte sobre mí?

Todos se desternillaron de risa, aunque Glynnis y Nessa medio se taparon la boca para disimularla.

-Habéis oído a la dama, dejadla en paz -dijo una voz desconocida, por encima de las risas.

La voz de Bernard MacCullough era más suave y profunda de lo que había imaginado Gwendolyn. ¡Y la llamó dama! Pero la maravilla ante eso dio pronto paso a la humillación, al comprender que él lo había oído todo. Mirando a través de las ramas, lo único que veía de su defensor era la coronilla de su cabeza y las brillantes puntas de sus botas.

La Maldición Del CastilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora