Una noche más que buena

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Quería lanzar la botella lo más lejos posible, que quedara adelante de las demás. Para que fuera la primera en llegar con el mensaje a las manos de Papá Noel.

Llegó el momento, los últimos diez segundos más emocionantes. Todos los chicos al mismo tiempo gritando la cuenta regresiva: ¡diez, nueve, seis, cuatro, uno... cero!

Simplemente, maravilloso.

Una colorida catarata de botellas cayó al lago. Se hundieron formando una extensa y espesa espuma como la rompiente de una ola. Y salieron a flote.

El viento las empujaba hacia el interior de la laguna, todas juntas, como un gigantesco camalote de colores flotando por la fuerza de la sal de nuestro lago. Todas las botellas juntas menos una, que iba dos o tres metros adelante... ¡Mi botella, el barquito rojo!

Nos quedamos un rato largo mirando hasta que la masa de botellas se perdió en el horizonte.

Entonces nos dimos por satisfechos y regresamos a la casa. Todos contentos, menos los adultos de la familia, que seguían con caras de preocupación. Mis primos y yo todavía no entendíamos por qué.

Al otro día, nos levantamos tempranito. No habíamos pegado un ojo en toda la noche. La adrenalina del veinticuatro comenzaba a subir.

Con Sonia corrimos a la cocina para desayunar, y escuchamos que la abuela y la tía Carmen discutían bajito.

Nos quedamos con las orejas pegadas a la puerta. Y...

...entonces...

...lo escuchamos.

Escuchamos lo peor.

De rebote, nos enteramos de la peor noticia que puede escuchar un niño.

Y ahí caímos, entendimos el porqué de tantas caras largas.

Con Sonia, cabizbajos y silenciosos, volvimos sobre nuestros pasos. Y en el dormitorio les tiramos la noticia a los chicos, que les cayó como una bomba.

Era un dolor muy fuerte. Nos habían clavado una estrella navideña en el pecho. Lloramos todos juntos en silencio.

Más tarde reflexionamos sobre el tema, y llegamos a la conclusión de que ya lo sabíamos. Algo habíamos escuchado al respecto entre los chicos más grandes del barrio.

Nos miramos con mis primos. Y decidimos encarar el asunto con entereza, como verdaderos adultos.

En el jardín, la mesa de Nochebuena parecía salida de un cuento de la abuela. Todos los árboles y la casa estaban adornados con luces navideñas.

El tío Carlos recibió un fuerte y caluroso aplauso por el exquisito asado. Además comimos todo tipo de ensaladas con nombres extraños, arrollados, y escabeches de no sé cuantos bichos que nombraron. Por un momento, pensé que habían invitado a los vecinos. Pero, no: era todo para nosotros nomás.

Mi otro tío, Héctor, comenzó los preparativos para la fiesta de fuegos artificiales, igual que cada año. Era el experto de la familia en el tema.

La sirena de los bomberos nos anunció la llegada del niño Jesús. Las copas de sidra chocaban en el aire, dejando caer la espuma en cada brindis. El tío Héctor corrió a encender las cañitas voladoras y todo el arsenal que tenía preparado.

El cielo de Carhué se iluminó con luces de todos colores. Y nosotros, mis primos y yo, corrimos a la casa en busca de nuestros regalos.

Cristina arrancó literalmente el envoltorio del suyo, para quedar con una flamante guitarra de concierto entre sus manos -pensar que, años después, ella se convirtiría en profesora de guitarra.

Carlitos se ataba los cordones de los botines Fulbense, que le regalaron junto al equipo completo de Boca Juniors.

A Sonia no le alcanzaban las manos para armar el juego de cocina de sus sueños.

Mis primos salieron disparados hacia el patio con sus regalos.

Y yo...

Yo me aferré como loco a mi bicicleta, dando las gracias a Papá Noel, ante las miradas atónitas de los mayores.

Tías, tíos y la abuela se miraban unos a otros buscando explicaciones. Y, entre mudas señas, no encontraron respuesta.

De pronto una risa: Jojojo. Y un tintineo, un ruido de campanillas, hizo que los mayores salieran corriendo hacia la calle, y luego hacia la esquina por donde se perdía la risa y el tintineo de las campanillas.

Regresaron sin encontrar explicación alguna, señalándose entre ellos, como preguntándose quién lo había hecho.

Callaron al vernos felices jugando en el patio de la abuela, y a mí sonriente dando vueltas y vueltas con mi flamante bicicleta.

Nosotros jugamos hasta la madrugada. Y ellos siguieron con el misterio, preguntándose entre copas y pan dulce.

Al día siguiente, por la tarde, con mis primos emprendimos un viaje hacia la laguna. Cada cual con su bicicleta. Fuimos recorriendo la costa contando las botellas que aún flotaban en la orilla.

De pronto divisé un punto rojo a lo lejos en el agua, y detuvimos la marcha.

Era mi botella, mi barquito rojo.

Montados en nuestras bicicletas, nos quedamos frente a la laguna contemplando el paisaje.

Años atrás, nos poníamos muy tristes al ver aquellas botellas que no llegaron a destino. Pensábamos en los chicos que se habían quedado sin regalo porque sus cartas nunca salieron de la laguna. Pero, en ese momento, observando al barquito rojo flotando a lo lejos, supimos que no era así.

Nos miramos y comenzamos con pequeñas risas, que luego se transformaron en carcajadas.

Jamás abrimos la boca. Nunca se los dijimos a nadie, ni siquiera a la abuela. Pero, seguro que ella lo sabía: habíamos roto nuestras alcancías. Por nada del mundo íbamos a dejar que Papá Noel nos fallara. No aquella vez, que fue la última vez que arrojamos nuestras botellas al lago.

Seguimos riendo haciendo sonar nuestras cómplices campanillas atadas a los manubrios de las cuatro bicicletas.

Los cuentos de la abuelaWhere stories live. Discover now