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Nosotros vivimos en San Isidro en una de esas grandes casonas de principio de siglo,


cerca del río.


La casa es enorme, de ambientes amplios y techos altos, de dos plantas. En la planta


baja, un pequeño hall, la sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre,


donde está la biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta alta


están los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto para


que mi madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para los


quehaceres de mi madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son los


quehaceres que mi madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías.


Obviamente también hay baños, dos por planta.


La casa está rodeada por un gran parque, en la parte de adelante hay pinos y un


nogal, detrás los rosales de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva y


cuida sus hierbas con un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoy


exagerando, pero no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos de


estragón, tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.


En la primavera y el verano las utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al sol


y las guarda en frascos en un sitio oscuro y seco.


En realidad no sé por qué les cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no es


importante. Pero cada vez que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unas


tijeras de podar, sus guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a sus


plantas.


Uno de los momentos más felices de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía que


la acompañara. Me explicaba cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómo


curarlas cuando las atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.


No es que a mí me interesara la jardinería particularmente, pero el solo hecho de que


ella quisiera compartir conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmero


bastaba para hacerme sentir dichoso.


Podía quedarme horas doblado en dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sin


importar el clima.


Tal vez cuando ustedes evocan su niñez y sus momentos felices, recuerdan algún


paseo o unas vacaciones. No sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aún


hoy, tantos años después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacerme


sentir que hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre y


yo estuvimos comunicados.



* * *

Con mi padre la relación era, o debo decir es, mucho más fácil. Yo me ocupaba de mis


asuntos y él de los suyos. Me explico mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas,


hacer deportes (natación y rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningún


problema. El, bueno, él... él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y sus


cosas, cosas que nunca compartió con nosotros.

Mi padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar en el


San Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba al rugby


en las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una mirada terrible,


una de esas miradas que bastan para que uno se sienta en inferioridad de


condiciones, una de esas miradas que hacen que su portador vaya por el mundo


pisando todo lo que le ponen en el camino. Supongo que no hace falta decir el pavor


que sentía ante la posibilidad que enfocara en mí sus ojos azules asesinos.


Mi hermano había sido su orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En las


fotos de cuando Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad,


una gran calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.


Ezequiel nació pesando más de cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y los


ojos azules como los de él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos,


la cara ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.


Cuatro años después mi madre quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña,


murió en el parto. En ese momento decidieron no tener más hijos. Después cuando


mamá volvió a quedar embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas sus


expectativas, era un buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado.


Se imaginarán que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos años


después que me odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yo


tengo la combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mi


madre). Me odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado del


centro de atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.

Los Ojos Del Perro SiberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora