4.1 Un lugar no tan secreto.

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El tren se detuvo en medio de un túnel. Todos los pasajeros empezaron a alterarse, a abuchear al maquinista. Mantuve la calma, no me gustaba estar en espacios cerrados sin posibilidad alguna de salir de ellos. Cerré los ojos. Inspiré, expiré, inspiré, expiré… Noté como alguien me pasaba un brazo por los hombros. Abrí los ojos. El chico me observó con preocupación. Me susurró que no pasaba nada, que pronto arrancaría de nuevo. No pudo haber estado más equivocado.

Las luces empezaron a titilar y a titilar. Lo único que hacía que pudiésemos distinguir los asientos de las personas eran las luces de emergencia que había sobre cada puerta del vagón. Observé el rostro del chico alumbrado por la luz roja, le pregunté qué estaba pasando. No me respondió.

De todos modos, no era necesario.

Las puertas del vagón contiguo se abrieron y de ellas aparecieron unas cinco personas con máscaras de animales. Un oso panda, un león, un perro, un gato y un caimán. Estaban armados, llevaban pistolas en las manos. Probablemente llevarían más armas debajo de la ropa. Miré hacia el suelo, para intentar pasar desapercibida.

El hombre con máscara de león empezó a gritar. Dijo que nos mataría a todos. Empezó a intimidar a una mujer que abrazaba a una niña pequeña con fuerza. La mujer no paraba de llorar y suplicar que no le hiciesen daño, que tenía tres hijos que mantener y que sin ella se morirían de hambre.

—Déjala en paz ahora mismo —dije con la voz firme. Me levanté, con los puños cerrados a ambos lados de la cadera. El chico me preguntó asustado que estaba haciendo—. Cállate y no te muevas —le susurré.

El león se rió a pleno pulmón. Se acercó jugueteando con la pistola en la mano. Empezó a girar la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué has dicho, niña? —dijo con una ronca voz.

Le repetí lo que había dicho, envalentonada. ¿Qué estaba haciendo? Me estaba asegurando una bala en la cabeza.

Aun así, en ese momento me daba absolutamente igual, lo único que quería era evitar que le hiciese daño a aquella mujer. El león le quitó el seguro a la pistola. Se dispuso a apretar el gatillo, lentamente. Cerré los ojos y apreté la mandíbula, con fuerza. Nunca pensé que me moriría de esa manera, por bocazas. Apretó el gatillo, la bala topó con algo, no en mí. Abrí los ojos. Vi al chico tendido en el suelo, con una herida de bala en el pecho, aferrándose a la chispa de vida que le quedaba. La sangre brillaba bajo las luces de emergencia, que se apagaron de sopetón. Me agaché. El león volvió a disparar. Esa vez no acertó en nadie, así que se alejó.

Noté como me resbalaban lágrimas por el rostro. Se estaba muriendo por mi culpa. Le palpé el rostro, estaba extremadamente frío. Llevé mis manos a su pecho, toqué la herida con cuidado de no lastimarlo. Gimió de dolor. Aparté las manos de ella.

—¿Qué has hecho? —le pregunté llorando a lágrima viva. Noté como intentaba levantar la mano, para tocarme la mejilla, pero no la encontraba. Agarré su mano con la mía y la llevé a mi rostro—. ¿Por qué lo has hecho? Te vas a morir por mi culpa.

Ordenó que me callase. Seguí llorando en silencio. Puse mi oreja sobre su pecho, los latidos de su corazón eran débiles.

—No hagas ninguna estupidez, ¿me oyes? No hagas nada de lo que te puedas arrepentir.

Fueron sus últimas palabras. Su corazón dejó de latir. Para siempre.

De repente dejé de llorar. Me sentía muy tranquila, en una extraña sensación de paz. Tampoco conseguía pensar con la claridad con la que debería hacerlo. La oscuridad y la falsa sensación de soledad hicieron que me apaciguase todavía más.

No duró mucho.

Tenía las manos llenas de una sangre que no era mía, pero que yo había provocado indirectamente. Lo habían matado por mi culpa. Había muerto porque creía más en mi vida que en la de él. Había muerto por mí. Y yo no podía hacer otra cosa que vengar su muerte. O morir defendiéndolo, como él había hecho.

Estaba tirada en el suelo, al lado de su cuerpo inerte, quería alejarme de él, o más bien, de la sensación de culpabilidad que me provocaba. Me levanté con la calma de un autómata. Antes de entrar en acción, tomé una gran bocanada de aire.

Las luces de emergencia refulgieron de nuevo. Vi al león. Sentí un frío atroz en las manos, lo sentía reconfortante, revitalizante. Me acaricié las palmas con delicadeza. El león me vio y se acercó a mí a paso ligero, casi corriendo, su cara mostraba curiosidad. Le sonreí, lo que pareció confundirlo el tiempo necesario para dirigir mi puño hacia su estómago. Se llevó ambas manos al lugar del impacto, con sorpresa. Se le cayó la pistola y sin perder ni un segundo, salí disparada hacia ella.

La agarré entre mis manos, comprobando que estaba caliente al tacto. Estaba dispuesta a perforar su cuerpo con una bala, pero antes de que pudiese llevar mi plan a cabo sentí como algo muy frío me atravesaba el pecho. La persona con máscara de panda había tomado ficha en la partida, me había clavado una daga. Se empezaron a reír sin cesar. Después se alejaron de mí. Al menos me dejarían morir en paz.

Mis piernas cedieron y me golpeé contra el suelo, clavándome aún más la daga en el pecho. Jamás había sentido un dolor tan atroz. Chillé lo más fuerte que pude. Maldije en alto al león y  al panda, o al menos esa era mi intención ya que las palabras no salían de mi boca de la misma manera que estaban organizadas en mi mente. Me ignoraron, tenían más víctimas con las que entretenerse.

Me retorcía en el suelo. Me dolían los pulmones. El aire cada vez era más difícil de respirar, más espeso. Se estaba convirtiendo en un fuego que calcinaba mis pulmones, con una lentitud agónica. Empecé a tener sueño. Los parpados empezaron a cerrarse, lentamente. Les grité de nuevo. Esa vez me hicieron caso. Pasó algo raro, eran animales, eran un oso panda y un león reales, de carne y hueso, se acercaron a mí rugiendo. Estaba alucinando.

Sentí el nauseabundo y caliente aliento del león en mi cara; su hocico tenía que estar a escasos centímetros de mi rostro. Debí parecerle una presa poco interesante porque se alejó de mí. Sin embargo, el panda empezó a arañarme un brazo, hasta tal punto que no lo sentía, posiblemente estuviese en carne viva, desangrándome. No podía más, me estaba muriendo. El panda empujó un poco más la daga, un movimiento fatal.

Oscuridad.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora