Las brujas de Carhué

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Y ahí, la abuela nos contó aquella viejíma historia:

Se cuenta que llegaron de Europa -siguió la abuela, y nosostros volvimos a quedarnos mudos, escuchando-, más precisamente de Zugarramurdi, un pueblito de España.

Es famosa la anécdota del taita Quevedo. Se cuenta que el taita llegó una noche a la vieja pulpería del pueblo, ató su caballo al palenque y enfiló tambaleante hasta el mostrador. Pidió una botella de ginebra, con la voz temblorosa y el rostro desencajado. Dicen que los presentes -incluido el comisario del pueblo, que jugaba la final de un torneo de truco- se dieron vuelta para ver cómo las nerviosas manos empinaban la botella dejando caer un poco de ginebra entre sus ropas. El taita se bebió sin respiro hasta la última gota y, tras apoyar la botella vacía sobre el mostrador, gritó sin levantar la vista:

-Acabo de ver brujas. ¡Cientos de brujas!

El comisario repartía las cartas.

-¿Brujas? -preguntó con sarcasmo-. Decime, taita, ¿dónde viste tantas brujas?

-En la laguna -contestó el asustado gaucho-. ¡Cientos de brujas cruzaban volando el lago Epecuén!

La pulpería estalló en carcajadas, y el comisario volvió a preguntar:

-¿Eran horribles viejas vestidas de negro, que volaban montadas en escobas?

Los demás baqueanos morían de risa.

-¡Todo lo contrario, señor comisario! -contestó el gaucho pidiendo con un gesto otra botella de ginebra-. ¡Eran jóvenes y hermosas! ¡Las mujeres más hermosas que jamás haya visto! Y volaban en sillas. Volaban en sillas -repitió el taita, mientras se mandaba un buen trago de ginebra.

Y enseguida se dobló tomándose el vientre.

Por un momento, un silencio sepulcral se apoderó de la pulpería, y solo se escucharon los ruidos abdominales del tembloroso taita.

-Por la laguna Epecuén... -comenzó a cantar el comisario, con el ancho de espadas entre las manos-venían volando las brujas, y decían un conjuro: "Yo vengo, mi amigo, volando pa' cantarle... ¡Flor y truco!

Risas y gritos se mezclaron en una algarabía colectiva.

Mientras tanto, el taita Quevedo agarraba la botella de ginebra por el cuello y daba unos pasos tambaleándose en dirección al comisario. Se detuvo frente a la mesa:

-¡Sigan riendo nomás! -Y siguió con su historia-. Una de ellas se me acercó volando en su silla ¡Era hermosa! ¡Un sueño de mujer! -el taita estaba fascinado-. Pero fue solo el encanto de un instante, su belleza era un embrujo. La hermosa bestia se me colocó a la par y me susurró al oído Necesito tus tripas para un conjuro. Cuando volví a mirarla, se rompió el espejismo. Y la realidad me enfrentó con el monstruo. La vista de esa horrenda figura me paralizó. De su calva cabeza, solo colgaban unas pocas y largas mechas de pelo -si a eso se lo podía llamar pelo-. Su cara no era sino una masa de piel arruga sobre arruga, con una deforme nariz de gancho. Los ojos rojos de fuego: el mismísimo demonio. Y la risa... esa risa de ultratumba me heló la sangre.

Me enseñó las manos: horribles patas de gallina. Estábamos tan cerca... Me miró fijo a los ojos y hundió en mi vientre sus largas y filosas garras -el taita Quevedo levantó el poncho y dejó a la vista de todos, aquel vientre abierto como una flor. Chorreaba una mezcla de sangre y ginebra-. ¡La bruja se llevó mis tripas! -fue lo último que dijo. La botella de ginebra estalló en el piso, y el taita Quevedo se desplomó sobre la mesa del comisario. Las cartas volaron por el aire, y el ancho de espadas reposó mansamente sobre la frente del difunto.

-Pero el asunto no termina ahí -dijo la abuela, mientras mis primos y yo espantados, nos tocábamos el vientre-. Con la muerte de Quevedo se suspendió el torneo de truco. El comisario se lamentó, más que por la muerte de Quevedo, por la suspención de la final del torneo que estaba ganando. Cerraron la pulpería para que trabajara el médico forense, y el comisario salió de la pulpería y subió al patrullero.

-¡Voy a dar una vuelta! -dijo, pasando el rifle que tenía en el asiento trasero para el de adelante-. Seguro que el taita tuvo la mala suerte de enfrentarse con puma hambriento.

Se puso en marcha y tomó la ruta hacia la laguna.

Luego de hacer un par de kilómetros, escuchó el murmullo de un lejano cantar, como un coro que provenía del bosque.

Bajó la ventanilla.

El coro se hizo más fuerte.

Como atraído por el canto irresistible de las sirenas que vuelven locos a los navegantes, el comisario se desvío por el viejo camino de tierra que lleva al bosque, internándose en la espesura como en un mar.

Cuanto más penetraba, más y más fuerte era la atracción. El comisario se dejaba llevar y, tras doblar en una curva, las vio: jóvenes, hermosas mujeres, sentadas en sillas al costado del camino, cantaban. Bellas todas, una más hermosa que la otra, entonaban la armoniosa melodía que lo había atraído. Él no daba crédito a sus ojos. ¿De dónde habían salido aquellas hermosas criaturas vestidas con transparencias? ¿Por qué cantaban en medio del bosque?

Una de ellas -sin lugar a dudas, la más bella de todas- se contorneaba con su propia melodía sin abandonar su silla, en el medio del camino. Cruzada de piernas, exhibiendo todo su encanto, sostenía una roja y brillante manzana entre las manos. El comisario, viejo zorro, conocido en el pueblo por su debilidad hacia las mujeres, descendió del patrullero y caminó hacia la muchacha. La niebla y la luz de los faros del patrullero le daban un marco dantesco al encuentro. El hombre avanzaba y, a medida que lo hacía, notaba que la muchacha cambiaba su aspecto. La vio envejecer paso por paso. Cada vez más y más... No bien llegó junto a ella, todas dejaron de cantar. El hechizo se había roto. Cuando el comisario se dio cuenta, ya era demasiado tarde: lo rodearon entre todas. Y el pobre recordó cada una de las palabras del taita. Un frío helado lo recorrió entero, de la cabeza a los pies. Y en ese momento comprendió que el taita Quevedo no estaba borracho, tampoco mintiendo: el gaucho tambaleaba por el miedo. Un miedo que seguramente él mismo tenía ahora en la cara, mientras la vieja -exhermosa muchacha- se levantaba de la silla.

Con el mayor de los espantos, el comisario vio pudrirse la manzana entre las ahora filosas y repugnantes garras de la recién convertida en bruja.

La abuela terminó el cuento y se fue a dormir.

Nosotros nos quedamos un rato hablando de brujas y demás historias escalofriantes, en una noche que se hizo eterna y única.

Nos fuimos a dormir todos juntos, no fuera cosa...

Yo daba vueltas en la cama, no podía conciliar el sueño. La luz de la luna que ingresaba por la ventana me molestaba. Me levanté para correr la cortina.

Sonia dormía de costado, profundamente. Le vi algo en el cuello. Una pequeña mancha. Me acerqué para mirarla de cerca, y me encontré con la peor de las sorpresas: a la altura de la nuca, ¡tenía la marca maldita! ¡No podía ser que mi propia prima tuviera la cruz invertida del mal!

Una sombra se movía en la pared. Detrás de mí había alguien.

Con mucho miedo me di vuelta, y vi a la abuela de pie en el umbral. De camisón y pantuflas, traía una vela en la mano. Se llevó el índice a los labios, como indicándome silencio. Dio media vuelta y se fue.

Los cuentos de la abuelaOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz