Capítulo 1.

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Hacía poco más de tres meses que la familia Villalobos se había mudado a la Patagonia Argentina

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Hacía poco más de tres meses que la familia Villalobos se había mudado a la Patagonia Argentina. Carlos Villalobos trabajaba en una empresa petrolera y no quería pasar tanto tiempo lejos de su esposa y sus mellizas, por lo que fue una decisión unánime.

Al principio su esposa, Amelia, no se sentía muy conforme viviendo alejada de todos sus familiares y en una casa ubicada en el medio de la nada, rodeada de bosques y ningún vecino cercano antes de los veinte kilómetros.

—Si grito que hay un asesino nadie me va a escuchar —bromeaba Amelia en algunas oportunidades para hacerle saber a Carlos lo disconforme e insegura que se sentía allí.

Jamás se había imaginado que tan alejados del mundo iban a estar. Siempre pensó que se mudarían a un lugar céntrico para que ella y las niñas no sintieran tanta soledad.

Le llevó su tiempo a Amelia para asimilar que en realidad estaba a salvo, lejos de toda la locura que era la ciudad de Buenos Aires y los peligros de robo a diario. Abandonar aquella provincia para ir al sur de la Argentina era la mejor decisión que habían tomado como pareja.

Y la casa donde alquilaban era todo un sueño: un extenso jardín para que las niñas jugaran, una estancia para cuando los familiares fueran de visita, una cocina sumamente luminosa y enorme, habitaciones grandes con amplios ventanales. Era el hogar que una vez soñaron.

Como Carlos solía estar fuera de casa por mucho tiempo, Amelia se ocupaba de todo: reparar las cosas que se estropeaban, ir al pueblo por mercadería y educar a las mellizas: Marina y Mía. Ellas solían pasar todo el día jugando en su cuarto con una casa de muñecas que les habían regalado para su último cumpleaños.

Una mañana, cuando Amelia se encontraba limpiando la bañera, le pareció ver por el rabillo del ojo una silueta deambulando por el pasillo. ¿Acaso Carlos había vuelto a casa antes de lo previsto? Dejó de lado los objetos de limpieza y se sacó los guantes de goma. Salió por el pasillo y no había nadie allí. Podía escuchar a las mellizas jugar y reír. Su primer instinto fue ir a verlas para asegurarse de que nada pasaba en realidad. Sus hijas la miraron y continuaron jugando con sus muñecas.

El crujir de la puerta de su habitación la exaltó. Se apresuró en llegar y antes de que pudiese ingresar, la puerta se cerró de golpe. Asustada dejó escapar un grito ahogado.

—Pero... ¡Qué mierda! —Insultó y abrió con brusquedad la puerta.

La ventana estaba abierta, por lo que dedujo que el viento había azotado la puerta. Era la explicación más lógica. Amelia dejó de lado el miedo que había experimentado y continuó con los quehaceres del hogar, aislando aquel suceso en su mente.

A la noche, cuando preparaba la cena para recibir a su marido y las niñas miraban dibujos en la televisión, notó la presencia de extraña niebla avanzando por el jardín, "apagando" la oscuridad de la noche. Si bien era común que la niebla se hiciera presente por las noches, ésta poseía cierto brillo que no era normal. Amelia dejó lo que estaba haciendo y se aproximó a la ventana para mirar más detalladamente. Frunció el ceño, realmente no se podía observar ni el árbol más próximo. Le daba la sensación de que la niebla atravesaría las paredes y la ventana.

Involuntariamente retrocedió unos pasos y advirtió a través del reflejo de la ventana que alguien estaba detrás de ella. Dio un brinco del susto y volteó con agilidad para ver. Carlos la miraba desde el umbral de la puerta.

—¡Boludo, me asustaste! —gritó nerviosa, llevando su mano derecha a su pecho.

Carlos rió y se acercó a ella para depositar un beso en los labios de su mujer. Pero ella, en cambio, le corrió el rostro y el beso quedó en la nada.

—Tampoco seas tan idiota. Aunque eso es lo que más me gusta de vos —Continuó diciendo él entre risas, logrando robarle un beso juguetón.

Luego de la cena y de que ambos hicieran dormir a Marina y Mía, fueron a la cocina. Mientras ella lavaba los trastes, Carlos los secaba y guardaba.

—Ponete la pava asó tomamos unos mates, creo que tenemos mucho de qué hablar —decía Amelia con una sonrisa cómplice.

Y pese a que Carlos sentía cierto cansancio, compartir esos pequeños minutos entre mates lo reconfortaban. Puso algo de música en una vieja radio que había heredado de su abuelo y dando unos pequeños pasos de baile, que parecían más a unos saltos, llegó hasta Amelia y la tomó de las manos. Ambos dieron un par de volteretas entre risas y cuarteto.

Tomaron esos prodigiosos mates mientras Amelia le contaba las cosas nuevas que habían aprendido sus hijas. No tenían tanto para contar, pero lo importante era compartir esos breves minutos. En cuanto el agua se acabó se fueron a dormir.

Cayeron rendidos ante los brazos de Morfeo. Pero a la madrugada las caricias recorrieron el cuerpo de Amelia, quien entre gemidos comenzaba a ceder. Abrió los ojos para encontrarse con los de su esposo, sin embargo a su alrededor solo había oscuridad absoluta y los ronquidos de Carlos. Se calmó un poco y quiso convencerse de que lo había soñado. Dio un par de vueltas en la cama y como ya se había despabilado, se levantó para tomar agua.

Se colocó su bata y sus pantuflas. Salió de la habitación notando que la calefacción se había apagado. En el pasillo se podía sentir cierta pesadez inusual y parecía estar más oscuro que de costumbre. Caminó tratando de no hacer ruido para no despertar a los demás.

Al llegar al comedor notó que un olor nauseabundo provenía de la cocina. Revisó la basura en busca de algún alimento en descomposición y no había nada. Por la mañana revisaría los alrededores en busca de algún animal muerto. Bebió agua y volvió a la cama. En su cabeza solo buscaba una explicación a esos pequeños detalles que ya no podía ignorar. Lo que no sabía era que en realidad era el temor el que se estaba instalando en su pecho y en su mente, con la extraña sensación de estar siendo observada.

A la mañana siguiente le comentó a Carlos el mal olor que había percibido en la madrugada y del mal funcionamiento de la calefacción.

—Debes haberlo soñado —sugirió Carlos.

—Tal vez... —musitó Amelia una vez que terminaron de revisar todo.

—¿Che, qué te parece si vamos al centro de la ciudad?

—Sí, a las niñas les va a encantar la idea.

Carlos simplemente ignoró lo que había sucedido a su esposa y ella no podía dejar de pensar en ello. Muchas conjeturas tuvieron lugar en su cabeza, llegando a la conclusión de que tantos días en soledad le estaban jugando en contra.

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Hola a todos! Esta historia está escrita para el primer desafío utópico, espero que les guste!

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