Incomunicados

31 1 3
                                    

Lo mejor que me quedaba en la vida lo perdí, la libertad. No me di cuenta lo importante que era hasta que deje de tenerla. ¿Lo peor? Quizás nunca vuelva a ver el sol. Sí, estoy detrás de los barrotes, encerrado en una prisión en la que nos tratan como ratas.

Tenía tan solo 19 años cuando ocurrió lo que me arruinaría el resto de mi vida.

Era una fría noche de invierno, caminaba por la ciudad con dos amigos. Esa vez, los tres habíamos bebido más alcohol de lo debido. En consecuencia a eso, y sabiendo que estaba mal hacerlo, vimos un auto estacionado, que tenía sus llaves dentro, y no lo dudamos, robamos ese coche. Era muy lujoso y parecía ser de alguien con mucho dinero. Borrachos y sin saber conducir muy bien, intentamos ir hasta la playa, pero antes de llegar, chocamos contra un edificio abandonado. Por suerte todos salimos ilesos, pero no el auto, que estaba bastante dañado. Decidimos ir a pie a la playa. Pero Matías, uno de mis dos amigos, se negó. Él quería entrar al edificio contra el que nos estrellamos y averiguar un poco, él siempre fue muy curioso, así que lo dejamos ir. Cuando mi amigo Benjamín y yo llegamos, nos sorprendimos al ver la playa desierta, ya que en una noche normal se encontraría mucha gente, por más frío que hiciera. Las únicas personas que se veían a lo lejos eran dos chicas. Caminamos hacia ellas, y cuando nos cruzamos, empezamos a hablarles.
Les preguntamos sus nombres pero no querían decirlo, dijeron que tenían una fiesta muy importante y debían irse rápido. Nosotros no queríamos que se fueran, así que las agarramos del brazo y las trajimos de vuelta con nosotros. Nos empezaron a insultar y después nos pegaron una cachetada a cada uno. Luego salieron corriendo para que no las sigamos ni las detengamos, parecían muy apuradas. Pero esa era la noche incorrecta para tratarnos así, habíamos tomado mucho, y eso nos hacía bastante violentos, aunque sin los efectos del alcohol no lo fuéramos. Corrimos hacia ellas intentando atraparlas, pero no teníamos la intención de hacerles daño. Cuando las alcanzamos, sin querer las empujamos, y eso las hizo caer sobre la arena. Fuimos hacia ellas para intentar ayudarlas a levantarse, pero no pudimos. Parecían estar desmayadas, inconscientes. Asustados, observamos que habían caído sobre una roca bastante grande que allí se encontraba. No podíamos creer nuestra mala suerte, y, preocupados por la policía y por las chicas, las recogimos, y, procurando que nadie se dé cuenta, las llevamos al edificio abandonado donde estaría Matías. Nos dimos cuenta al entrar, era un hospital abandonado. A Benjamín le daban mucho miedo estas cosas, entonces le dije que si no nos separábamos todo estaría bien, encontraríamos a Matías y resolveríamos el problema. Pero eso no pasó. Aunque no nos separamos, nunca encontramos a Matías, era un lugar demasiado grande y extenso, y tras quizá horas recorriendo el edificio, subiendo y bajando pisos, decidimos irnos, probablemente él se hubiera ido hace tiempo. Revisé mi bolsillo y encontré mi celular, pero cuando intenté llamarlo, vibró la campera de Benjamín, el celular lo tenía él. No sabíamos que hacer, no teníamos ningún contacto con Matías y no había forma de comunicarnos con él.

Prisioneros de un Recuerdo MortecinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora