Uno. Sombra

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'No me lo puedo creer' pensó Albert al día siguiente de la reunión con su madre, delante de la mesa de su jefe, tras recibir las últimas noticias.
'No me lo puedo creer' la resolución le martilleó el occipital todo el camino de vuelta a casa.
'No me lo puedo creer' se hizo eco de nuevo una vez entró en su domicilio y Mariona observó su cara de muerto con curiosidad.

Y cuando Albert Rivera recogió sus últimas pertenencias y las cargó en el coche junto a su mujer e hija, aún le costaba reconocer que semejante coincidencia había tenido lugar.

El director de la entidad de La Caixa donde trabajaba no se anduvo con rodeos: o aceptaba el puesto en Madrid o no podía asegurarle que continuase en la fundación a final de año.


Luego vino el largo drama.

Mariona no quería irse y abandonar toda una vida en Barcelona, pero tampoco se atrevía a enfrentarse a una temporada indefinida sin el sueldo de su marido ahora que ella llevaba casi tres meses parada. Así que se discutía ella sola, mientras a Albert únicamente le dolía la cabeza y quería meterse en cama a dormir lo que le restase de vida.

Cada vez se esforzaban menos en disimular, tanto para fuera como hacia dentro, que su matrimonio estaba atravesando un bache. Un bache bastante considerable.

Mariona y su 'socia' habían tenido un inusitado descenso de pacientes poco después de trasladarse a un local más grande y mejor situado, y por consecuente más caro. Ante este contratiempo su compañera la había dejado de la noche a la mañana por una oferta de empleo que jamás le había mencionado, pero al parecer llevaba semanas considerando.

La psicóloga no pudo hacer nada para retenerla. En realidad no formaban una sociedad ni una empresa, cada una tenía sus pacientes, sólo compartían el local. En el contrato de alquiler figuraba su nombre exclusivamente. El verano pasado la habían llamado de la inmobiliaria advirtiéndole que otro cliente aspiraba a hacerse con el sitio, y Mariona a su vez había telefoneado a su 'socia', que por aquel entonces estaba con sus padres en Asturias. Así acordaron que la que permanecía en Barcelona haría efectivo el acuerdo y 'ya arreglarían'.

La traición de la que había sido su amiga por más de quince años pesó sobre sus hombros como un bloque de hormigón. Continuó trabajando allí, pues el contrato estipulaba ocho meses y no le quedó más remedio que seguir pagando la totalidad desde enero que se quedó sola hasta julio. Sin embargo cada vez se desempeñaba peor, y ella misma acabó acudiendo a un psicólogo y más tarde a un psiquiatra.

Cuando el tiempo establecido finalizó cedió el local y decidió darse un tiempo. Sobre todo porque pagar el elevado alquiler le había supuesto recurrir al sueldo de su marido para las últimas cuotas y no estaba la economía para buscar otro sitio. Se planteaba emplearse, pero había sido su propia jefa casi desde que salió de la universidad, y no era una idea que contemplase con buenos ojos.

Albert tampoco estaba en mejor momento. Lo habían ascendido hacía más de un año y en lugar de suponer una buena noticia, había resultado en horarios eternos repletos de papeleo y estrés. Los problemas de ansiedad que había sufrido durante los últimos cursos de derecho volvieron con fuerza y él también tuvo que recurrir a los fármacos para aplacarla. (Y al final tanto esfuerzo únicamente le trajo un traslado forzado).

Fue un tiempo en el que no estuvieron el uno para el otro. Atender a su hija y sus empleos les suponía sacrificio suficiente. Cuando lograron empezar a salir de sus respectivos estados, ambos se percataron de que su relación se había vuelto fría y distante, y no sabían cómo arreglarlo.

Por lo tanto a él tampoco le motivaba la idea de marcharse de Barcelona e iniciarse en una nueva oficina, pero contaba con aún menos energías para buscar un nuevo trabajo después de lo que había pasado.

PsicofoníasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora