Cap. 1: La doctora Bel

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Siempre había imaginado el consultorio de un sexólogo como un oscuro y sórdido gabinete con las paredes cubiertas con retratos de insignes psicoanalistas. Al fondo, en un rincón olvidado por la escoba, una vieja librería encarcelando las obras completas de Freud en una antaño lujosa edición de tapa dura, hoy cubierta por el polvo y el descuido de su heredero. Detrás de una mesa oscura dos ojos esperando la entrada del paciente para explicarle las razones de sus disfunciones eréctiles, su eyaculación precoz, su anorgasmia o cualquier otra patología psicosexual. Su mirada inquisitiva, escudriñando la intimidad hasta límites insospechables, intentaría en vano una reconciliación de la víctima con su sexualidad desbrujulada. A veces pienso que los psicólogos son una raza especial. Hay que tener las tripas muy bien puestas para asistir impávido al lamentable e indigno espectáculo de alguien que desnuda su privacidad ante ti y no molestarte en demostrar un mínimo de empatía. No sé... Creo que sería incapaz de sostener esa silenciosa cara de póker mientras anoto frases que, en ese mismo instante, el otro se arrepiente de haber dicho. Una bata blanca, dos ojos inexpresivos tras unas gafas redondas a lo Quevedo y una barba de la que cuelgan miles de secretos de alcoba. En el fondo sabes que te está juzgando, por mucha pose de profesional de vuelta de todo que adopte el verdugo de turno, convertido en confesor de pago y sin garantías de redención ni fórmulas efectivas de penitencia. Mientras pienso en todo ello, me pregunto por qué no me levanto y salgo corriendo a la calle como alma que lleva el diablo. Pero por las mismas extrañas razones por las que he venido, decido quedarme. Quizá me consume el morbo de contemplar la cara con la que sale del confesionario la parejita que ha entrado antes que yo.

Se abre la puerta. Ella sale primero, él detrás. Conozco esa mirada femenina, demasiado. Le cuenta al mundo algo parecido a esto: "mi marido es idiota, y no sé por qué sigo con él. Ha dicho lo que no debía y ha callado lo esencial. Una de dos: o es tonto o me toma el pelo. Ha llegado el momento de tomar decisiones". La expresión de él también me es familiar: "aún no entiendo qué es lo que le ha molestado, pero bueno, ya se le pasará". A estas alturas aún no ha descubierto que las digestiones de los malos tragos femeninos son largas y acumulativas. Funcionan en espiral. Los tíos somos distintos. Vamos sobreponiendo las tensiones de pareja como placas tectónicas que acaban cubriendo de olvido las anteriores, sin pasillos ni laberintos emocionales que las unan entre sí. Rara vez recurrimos a la espeleología del sentimiento para recuperar un episodio nefasto y hacer de ello un sainete. Eso sí, cuando eso ocurre, todo explota, y salen entonces a relucir todas las miserias acumuladas, como la lava de un volcán en erupción tras siglos de silencio y quietud. Pero lo cierto es que, en general, no somos maestros en alimentar los monstruos de pasadas decepciones. No sabemos hacer con ellas un buen culebrón con insistentes recordatorios y flashbacks, a modo de "en capítulos anteriores", como en esas teleseries en las que aparentemente no ocurre nada pero en cada episodio saltan chispas. En ese punto de mis reflexiones sobre el discurso de género escucho una voz femenina que me reclama desde dentro del despacho.

-¿Señor Cándido Francás? Pase, por favor

Entro y busco a mi psicólogo sexagenario, pero en su lugar me recibe la que debe ser su enfermera. "¿Señor Francás? Buenas tardes. Soy la doctora Bel", me dice mientras me estrecha una mano frágil de piel blanquecina. "Siéntese, por favor".

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