Otra vez presencié la riña de dos mujeres y las vi rodar a la acequia con excrementos, unidas en un esfuerzo que era mordisco y arañazo. Todo eso fue para mí la vida, y así me figuré que era para todos: un terreno en donde triunfa el más guapo y el más agresivo; un mundo en el cual sólo era posible sobrevivir por la astucia y la deslealtad. Pegar primero; he ahí la ley. Y, ya vencido, fingir acatamiento y mansedumbre para asestar enseguida el golpe a mansalva.

Mis maestros fueron seres curtidos por el vicio y por la vida. Allí estaba el Diente de Oro, un hombre de pausados movimientos, habla queda y ojos escurridizos. Una siniestra aureola de pavor andaba vistiendo cada gesto suyo. No era el que amenaza o hiere, sino el que mata. Lo veo todavía penetrar al prostíbulo con su cara recién afeitada, su terno azul
marino y sus zapatos amarillos de afilada punta. Lo veo sentarse en el sofá del salón y sacar los billetes a puñados para pedir poncheras y música y cerveza. Lo veo borracho, erguido como una torre, silencioso en su semi inconsciencia, rasgando de un tirón preciso los vestidos de las mujeres, como animal que da un zarpazo a una res indefensa. Pero después pagaba los perjuicios con una generosidad escandalosa.

Era el ídolo de las prostitutas, el macho por excelencia, el amo que no conoce la inflexión del ruego. Todas, desde la Rosa Hortensia hasta la asquerosa Vacunadora, se habrían
dejado matar gozosamente por él. No era el alharaquiento que vocifera para esconder su cobardía. Era el que sabe, el que saca el cuchillo en el momento justo, el que no da explicaciones ni las acepta. Había en él un sentido heroico y fiero de sus derechos.

Una noche, me acuerdo, llegó vacilando hasta el pasadizo del prostíbulo. Parecía ebrio, pero no
lo estaba. Menegildo miró con espanto sus facciones endurecidas, sus crispadas mandíbulas, su trágica estatura. El Diente de Oro pasó hacia adentro y fue a dejarse caer en el sofá de siempre. Las niñas acudieron una tras otra. Y, de repente, la Rucia Clotilde dejó escapar una especie de queja:

''¡M'hijito! ¡Viene herido!''

Sobre la alfombra goteaba la sangre rebelde y negra del hombre. Su brazo izquierdo, apretado al pecho, quería contener la hemorragia. Trataron vanamente de apartárselo de allí, las mujeres. El, con voz entera, las calmó:

"No es nada; un rasguñon"

Pero vacilaba. Pronuncio una palabra más:

"Aguardiente".

Y cuatro hembras se abalanzaron hacia adentro para traérselo. En presencia de todas, sin permitir que nadie le ayudara, deslizó hacia abajo la manga de su chaqueta, rompió el chaleco y la camisa y se yació la copa de aguardiente en una espantable herida que le rebanaba el costado desde la tetilla hasta la axila.

"M'hijito...", insinuó la Rucia Clotilde.

Y recibió por toda respuesta un "¡Cállate!" inflexible y rotundo.

Se vendó él mismo con un trozo de camisa que le trajeron y sólo requirió ayuda para que le hicieran los nudos. Pasó tres días en el burdel, atendido por las mujeres, y al cabo de ellos se lanzó a la calle con su misma calma de siempre.

-Tiene que haber sido a la mala...

-Y de otra manera, cómo...

Ninguna de las mujeres lo dudaba. Tuvo que haber sido a la mala. Frente a frente, nadie podía herir al Diente de Oro.

Yo esperaba imitarlo en todo para merecer aquel siniestro respeto. Hasta tenía proyectado mandarme colocar un diente de oro y dejarme crecer los bigotes en la misma forma que los usaba mi modelo. Yo ganaría plata para comprarme un reloj con cadena, un pañuelo verde y granate y una camisa de rayas anchas como las que lucía el Diente de Oro.

La Vida Simplemente - Oscar Castro(libro)Onde histórias criam vida. Descubra agora