10. Teclas y piel

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Entonces miró a Dani y se percató de que en esa pequeña familia de dos, ambos hacían las cosas. La madre de Dani solía cocinar, pero si ella no estaba él se las arreglaba, ambos limpiaban, cada quien tenía su función y lo aceptaban. Dani le había preparado comidas miles de veces, se las había servido en la cama incluso una vez que ella había enfermado y necesitaba reposar. Él siempre cuidaba de ella, la protegía y se preocupaba ... Eso, debía ser alguna clase de amor, ¿o no?

Daniel observó que Panambí comía con ganas, le gustaba verla comer, verla caminar o correr. Le gustaba verla vivir, porque ella siempre estaba alegre y siempre era optimista. Adoraba oírla tocar su música y deseaba con locura que ella pudiera escuchar la magia que hacía con sus dedos en el piano. Pero Panambí parecía abstraída de todo aquello, vivía en su mundo de silencios donde él no podía ni siquiera imaginar vivir. Una vez, en la clase de natación, metió la cabeza en el agua y se quedó allí por varios segundos, todos los que aguantó, preguntándose cómo sería vivir en el silencio de Panambí.

Lo que más le llamaba la atención a Dani eran los pensamientos, ¿cómo se sucedían en la cabeza de alguien que no oía? Normalmente las personas escuchan sus propios pensamientos, ¿pero cómo era para ella? Panambí le dijo que era mucho más visual, que ella pensaba en imágenes, palabras o símbolos. No lo pudo terminar de comprender, pero le pareció sumamente interesante.

Ahora la miraba comer, el fino tirante de su vestido de algodón caía sobre su hombro y dejaba a la vista que no traía un sostén. Eso Daniel lo dedujo de inmediato y así de rápido su corazón se aceleró. Trató de cambiar de pensamientos y enfocarse en otra cosa pero entonces se percató de lo hermoso que eran los labios de su amiga, aquellos que una vez casi besó.

Se levantó nervioso a lavar su plato y guardar las cosas que habían quedado por allí. Panambí lo observó sin entender su reacción pero no le prestó demasiada atención. Su hamburguesa era todo lo que le importaba en ese momento.

Cuando terminaron de comer, ella se paró a su lado y mientras él lavaba los utensilios le sonrió agradeciéndole con señas por tan deliciosa cena. Entonces él se dio cuenta de que ella se había manchado la piel entre el pecho y el cuello, una pequeña gota de mayonesa descansaba en un lugar demasiado peligroso. Panambí siguió la línea de la vista de su amigo y se percató lo que miraba, buscó un trapo para limpiarse pero antes de que lo hiciera, él colocó allí su dedo índice recogiendo la mayonesa que había quedado. Sin pensarlo se llevó el dedo a la boca y a Panambí aquello le pareció sumamente erótico.

Se quedaron mirándose en silencio, en una nube parecida a la que los había envuelto un par de años atrás. Sabiendo que se adentraban en terrenos prohibidos pero sumamente excitantes. Ella vio los ojos de Daniel y pudo leer en ellos algo que nunca antes había observado.

—¿Tocamos el piano? —le preguntó él nervioso y ella asintió.

Fueron a la sala y ejecutaron un par de músicas, primero él y luego ella. Daniel amaba verla tocar, verla cerrar sus ojos y perderse en ese mundo de sensaciones que era capaz de trasmitir. Amaba ver los cambios en su rostro, en sus facciones. Ella vivía todo al máximo, expresaba pasión en todo lo que hacía, y una vez más él se encontró deseándola. Deseando que ella fuera las teclas del piano y él el pianista, deseando sentirse capaz de encender en ella aquella pasión que la música era capaz de lograr.

Se le ocurrió entonces una idea y decidió dejar de pensar. Las ansias y el deseo se apoderaron de él y sólo quiso experimentar, ver qué podían probar. Ella le generaba algo que con nadie más podía conseguir, confianza. Él podía ser él mismo con Panambí, no necesitaba buscar las palabras exactas, ella tomaba todo lo que él daba y daba a su vez, todo lo que podía. Así era la relación de ellos, espontánea, divertida y nunca rutinaria. Si él corría ella lo seguía, si él lloraba ella lo consolaba, si ella enfermaba él la cuidaba. No había presiones, era sólo vivir y compartir ese día a día así como viniera. Y hoy él quería compartir algo con ella, algo que pensaba que no podría compartir con nadie más debido a su introspección y timidez.

La tomó de la mano y la guio hasta su habitación. Tomó uno de los bolígrafos negros que descansaban en su mesa de luz y con gestos le pidió que se acueste. Ella accedió confundida pero no opuso resistencia.

—¿Confías en mí? —le preguntó Dani y ella asintió, no confiaba en nadie tanto como en él.

Daniel se arrodilló en la cama y sin dejar de mirarla levantó un poco su vestido, entonces dibujó unas teclas en su muslo derecho. Panambí observó lo que hacía y sintió deliciosa aquella fricción de la punta del bolígrafo marcando su piel. Cerró los ojos y se dejó ir en el juego hasta que sintió que él se detenía. Había dibujado ocho teclas blancas y sus respectivas negras.

—Tu piano es muy pequeño —gesticuló ella observándolo y sonriéndole con dulzura. Él la encontró tremendamente sexy acostada en su cama con la falda hasta casi sus caderas y tan relajada.

—¿Puedo seguir? —preguntó él hablando y gesticulando al mismo tiempo, pasó saliva nervioso sintiendo las ya acostumbradas palpitaciones surgiendo en sus pantalones. Panambí aceptó y ella misma levantó su vestido hasta dejar la tela justo debajo de sus pechos.

Daniel observó el cuerpo de su compañera y amiga. Ya no era la niña delgada sin formas que una vez había acariciado por encima de la ropa. Sus caderas eran anchas y su cintura angosta, sus pechos habían crecido considerablemente desde la última vez que los había tocado, pero no eran grandes en exceso. La vio en ropa interior por primera vez, tenía unas braguitas de color lavanda con un dibujo de una flor en el medio. Le pareció sexy y tierno al mismo tiempo. Tomó el bolígrafo en su mano temblorosa y dibujo más teclas entre la goma de las bragas y el lugar donde la tela de algodón cubría sus pechos. Las teclas abarcaban todo el lado derecho de su abdomen, desde su ombligo hasta su costado.

—Ahora sí —gesticuló Panambí mientras miraba a su amigo dibujar sobre su piel. Las cosquillas ya se habían extendido por todo su cuerpo, y de la punta del bolígrafo parecía salir la tinta y alguna especie de polvo mágico de hadas que inundaba todo su estómago y desde allí se dispersaba hacia abajo.

—¿Puedo tocar?—preguntó Daniel sin gesticular, sólo hablándole. Ella leyó sus labios y asintió. 

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Tu música en mi silencio ©Where stories live. Discover now