Prólogo

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Era las cinco y media de la mañana en un día de primavera. El cielo se mantenía tranquilo y opaco, entre sus colores característicos; azul celeste y parduzco. Leah se levantaba temprano todos los días para equiparse con la indumentaria correcta para ejercitarse. Como de costumbre recorría a trote, en un lapso de dos horas, el parque Griffith.

Decidió vestir con un short-sport Nike negro, una camiseta fucsia neón de la misma marca y zapatos negros free run de colores grises y rosados. Tomó su teléfono, los auriculares provenientes de la misma y se marchó. En la noche le avisó a su mamá que tomaría su carro.

Al bajarse del coche comenzó a realizar los estiramientos correspondientes para no sufrir alguna lesión en el trayecto, además de que no sintiera entumecidos sus músculos. Recorrió unos cuantos metros caminando, después lo hizo trotando.

Para ser un tanto de mañana mucha gente se movía a su alrededor, casi al mismo ritmo de ella, otras caminaban como lo había hecho antes. Trotaba pausadamente, inhalaba y exhalaba aire para mantener el ritmo y luego aligerar el paso, el cual aminoraba cada vez que sentía su pecho estrujar por la falta de oxigeno y su corazón acelerado.

Se mantenía la mayor parte del tiempo con la cabeza inclinada, mirando al suelo, temía cruzarse con alguna piedra, chocar con ella y crearse una lesión que le costaría varios meses sin correr. Un cada tanto alzaba la mirada.

—¿Leah? —alguien cerca suyo la llamó.

Elevó la mirada para cerciorarse de quien provenía esa voz femenina. Al hacerlo, ésta conectó con el rostro de un hombre, uno muy atractivo quien venía corriendo en dirección contraria. Se lo quedó observando, sorprendida o admirada de su rostro que desprendía masculinidad al mantener el ceño fruncido y su mirada fija en algún punto inexistente como meta.

Él pasó por su lado, sin mirarla si quiera.

—¿Leah? —la llamaban otra vez—. ¿Cómo estás?

Su mirada reparó en una chica, joven al igual que ella, sólo un poco más pequeña de estatura. Leah alcanzaba con exactitud un metro setenta y cinco de altura, mantenía un cuerpo ejercitado y definido; de largas y torneadas piernas, una cabellera rubia y unos ojos azules claros

Miró a la chica con el ceño fruncido tratando de recordarla.

—¿No te acuerdas de mí? —cuestionó. Leah sonrió con pena y negó—. Soy Gabriella, coincidimos en un campamento hace varios años.

Los recuerdos llegaron de inmediato. Gabriella era la tremenda Gabriella. Sonrío al recordarlo. Era una niña muy cándida, con nobles sentimientos, extrovertida, risueña y ocurrida. Varios regaños le costó por sus locuras, las cuales la hizo partícipe. Habían perdido la comunicación a pesar de la amistad que había creado, pues desde la última vez que se vieron la comunicación no era lo que hoy es en día.

—No te saludo porque está sudada. —rió guiñándole un ojo—. Pero eso ya no importa. —la abrazo con efusividad—. ¡Sigues guapísima! —exclamó.

Leah rió y le devolvió el abrazo.

—Tú has cambiado mucho, trataba de recordar tu rostro. —se excusó—. Estás hermosa.

—Era hora de que dejara de vestirme como un machito. —bromeó.

Bromista también era Gabriella. Si, antes vestía como un niño. Con pantalones holgados, bermudas poco femeninos, camisetas y siempre zapatos deportivos, nunca la había visto en sandalias delicadas de mujer.

Luego de seguir hablando sobre los recuerdos del campamento donde se conocieron, un poco más de sus vidas, retomaron su andar, ahora juntas.

Cuando Leah vio la hora en su teléfono, se percató que había corrido más de tres horas y media, pues tener a Gabriella acompañándola la entretenía muchísimo con lo que hablaba al trotar.

A Leah se le hizo tarde, en una hora tenía clases en la universidad. Se despidieron y quedaron en correr juntas los otros días.

Así como era ya una costumbre levantarse de mañana para ejercitarse, también era costumbre encontrarse con Gabriella, a quien los años la habían puesto más ocurrida y divertida. Siempre reía con ella alado. También era costumbre ahora encontrarse con el atractivo rostro de aquel hombre, el cual nunca miraba hacía su dirección. Le apostaba unos veintiséis años, siete años mayor que ella.

Sólo una vez, una vez su corazón brincó desde lo más alto del Everest, pues él la había mirado y concederle una sonrisa de medio lado, luego siguió su camino como si nada.

Preservando el amorWhere stories live. Discover now