Dos y media de la madrugada

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—Tú olvidarás todo, yo no. Te lo recodaré mañana, necesitas aprender a limitarte. —Aunque sonrió en modo de broma, lo decía en serio.

Él  dejó caer su cabeza, en modo derrotado. Una de las cosas más características eran sus reacciones exageradas y animescas, algo que benditamente seguía conservando.

Eso le hizo reír.

Alguien pasó corriendo a su lado, luego otro más. Llegaron a la rockola y pusieron música nueva, más bailable. Otros más sacaron más botellas de tequila, whisky y algo que llamaban “agua loca”.

Uno de los veteranos de la facultad que había recursado quién sabe  cuántos años, ese sujeto de cabello rizado, tomó un micrófono y compuso una melodía sorprendentemente pegajosa para alguien que no estaba en sus cinco sentidos.

—¡Alberto no está tomando, se está haciendo pendejo! ¡Alberto no está tomando, se está haciendo pendejo!

A continuación una docena de hombres llegaron hasta Alberto, un pobre chico de lentes que lo único que le importaba eran sus calificaciones y que había asistido posiblemente por compromiso. Eso no importó para los demás, lo obligaron a abrir la boca y el contenido de la botella se vació por diez segundos en ella. Le agitaron la cabeza y se fueron por su siguiente víctima, dejando a Alberto carraspeando su garganta y notoriamente asustado.

Siguieron con un par más antes de señalarla y querer hacerla beber. Sin embargo, una mirada seria y un rotundo “no” fueron suficientes para que la dejaran en paz. En cambio, aquel que tanto quería, no tuvo la misma firmeza. Diez minutos después él estaba bailando con todas, con la mirada perdida, contemplando algo más allá de todo.

Increíblemente e incorrectamente molesta, se puso a elegir música para que algunos cantaran karaoke. Cuando menos lo esperó, él ya estaba a su lado, oliendo a alcohol pero conservando esa mirada de cachorro tierno.

—Perdóname, te juro que no lo vuelvo hacer. —Le dijo juntando sus manos.

Ella fingió sonreír y luego volvió a mirar la pantalla de la rockola.

—Todos dicen eso, no te creo nada.

—¿No has escuchado que los niños y los borrachos dicen siempre la verdad? —inquirió sin dejarla responder —. Bueno, te lo digo en serio, no lo volveré a hacer, ¡jamás! —lanzó sus brazos a ambos lados, casi golpeando a alguien. 

Aunque quería creerle, se dijo a sí misma: «No creas nada, no te ilusiones, no te emociones, no le eres especial, no te quiere».

Tomó profundamente aire, deseando que el dolor en su pecho desapareciera.

—No tienes que pedirme perdón y yo no tengo derecho a reclamarte, no somos nada. Tranquilo. Disfruta la fiesta. —Le dio una palmada en el pecho y se fue.

Sentada en una silla frente a la mesa de frituras y refrescos, se dispuso a comer la única cosa que estaba segura que no le provocaría ganas de vomitar: Sabritas. Se había colocado un gorro de navidad, que alguien dejó tirado por ahí, simplemente para sentirse animada. Alguien llegó nuevamente a sentarse a su lado, dejando una distancia de aproximadamente un metro.

Era él.

—Te ves horrible. —Se burló ella, ya un poco más relajada.

El festejo estaba terminando, todos los más resistentes habían decidido que era suficiente y se habían dejado caer en las aceras a descansar. Los más débiles se habían ido a casa o estaban dormidos, una más vomitando con los vecinos mientras que sus amigas le sostenían el cabello y le limpiaban la boca, y otra chica más desmayada en la parte trasera de una camioneta mientras que su novio preocupado le echaba aire con un plato desechable que antes había utilizado para comer tacos.

—¿Qué te digo? Tú… —dudó por un segundo, haciendo una mueca y apuntándola con incredulidad —. Te ves bien… —soltó al verla usar ese gorro rojo —. Siempre te ves bien —agregó en voz tan baja que por un segundo ella pensó que lo había imaginado.

Se lambió los labios, algo resecos por el clima frio.

—¿Crees que te acuerdes mañana de algo? —Le preguntó ella de forma tímida, dispuesta a ser valiente de una forma cobarde.

—¡Sí! —gritó pero luego dudó —. No, la verdad no sé. No me siento muy bien.

—Entonces, puedo decirte algo y lo recordarás mañana.

—Sí, dime —sonrió abiertamente, mostrando su dentadura, aunque no perfecta ni destellantemente blanca, era tan linda.

—No te acordarás…

—¡Sí, lo haré! Dime, dime, dime.

Sin duda parecía un niño, se dijo ella.

—Bien, te diré. —aunque su corazón latía tan fuerte y golpeaba su caja torácica, se sintió animada a hacerlo, le confesaría todo. Se acercó hasta su oreja, y se susurró —: Te quiero.

Él sonrió, y apartó uno de sus mechones ya sudados de su ceja.

—Yo también te quiero, ya te lo he dicho tontita. 

Sí, lo había dicho varias veces, en persona, en Facebook. Aun así ella no lo creía, había creído todo ese tiempo que lo decía de forma amistosa, eso de los que le dices a tus amigos el día de su cumpleaños.

Justo cuando iba a complementar su frase, su teléfono vibró. Respondió la llamada y cuando colgó, su sonrisa de desvaneció.

—Ya llegaron por mí.

—No te vayas, quédate un poco más —musitó él.

—No puedo, me tengo que ir.

Se levantó, se quitó el gorro navideño y tomó su bolso negro y compacto. Lo contempló fijamente, perdiéndose en sus ojos castaños. Se sintió nerviosa cuando se despidió de él con un beso en la mejilla, aunque ella sólo apoyo su cachete en el de él, éste le plantó un beso directamente. Sintió arder esa zona de piel.

Inquieta, se alejó dos metros cuando se cuestionó en su mente, ¿cuál es tu propósito de este año? Entonces respondió: No ser cobarde, intentar, intentar. No darme por vencida, nunca.

Regresó esos dos metros que avanzó y se agachó para susurrarle de nuevo al oído.

—Te quiero, más allá de nuestra amistad. Me gustas, como no tienes una idea. Si lo recuerdas mañana y si sientes lo mismo que yo, por favor, dime estas palabras textualmente: Recuerdo el año nuevo, recuerdo las dos y media de la madrugada. 

Entonces se fue.

A la mañana siguiente, despertó a las tres de la tarde, algo inaudito, aun así no la despertaron. Pasó las siguientes horas analizando su actitud de anoche y no se sintió de lo más orgullosa. Se arrepintió tantas veces de haberle confesado sus sentimientos, pero una ola de tranquilidad y al mismo tiempo desilusión le dijo que lo más posible era que él lo hubiese olvidado. Había tomado tanto alcohol que seguramente se despertó en su habitación sin saber cómo llegó ahí.

Se había acostado para ver televisión, ignorando esas ansias por entrar a Facebook y leer las publicaciones de los demás donde decían haber pasado la mejor noche de sus vidas, quería escuchar las anécdotas, ver las fotografías, sin embargo, no quería hablar con nadie.

Los Simpsons habían sido la mejor distracción hasta que su teléfono volvió a sonar y vibrar enloquecido en la mesa de centro. Lo tomó inquieta y al ver la pantalla, comprendió quién le llamaba.

Con el corazón doliéndole, la respiración acelerada y con un nudo en la garganta, respondió con voz temblorosa.

—Hola.

—Recuerdo el año nuevo, recuerdo las dos y media de la madrugada. —Le escuchó decir alegre.

Y así se dejó caer en el sillón, sonriendo como nunca había sonreído antes.

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