Dos y media de la madrugada

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Dos y media de la madrugada

—Sonrían —dijo mientras aplastaba el botón de su cámara y un flash casi cegador salía disparado contra el grupo de amigos que formaban casi una pirámide para salir en la fotografía. Cuando ésta estuvo lista, decenas de suspiros y susurros llenaron la pequeña sala, aquella que un ingenuo chico había ofrecido como sitio para el festejo del fin de año, sin ser consciente de que un montón de estudiantes de arquitectura así como podrían construir una casa también podían destruirla.

Murmurando por lo bajo se separó de los demás, tomando un poco de aire antes de continuar con el festejo; sería una larga noche. Había asistido por relativamente pocas causas, una de ellas era convivir… convivir con él. Sin ánimos de emborracharse o hacer escenas bochornosas, se sentó en una silla de plástico fuera de la casa y decidió dar un repaso a las fotografías. Apenas hacía unas dos horas que había llegado y ya había más de cien de ellas.

Riendo silenciosamente se preguntó por qué no salía en ninguna.

«Oh, cierto. Yo tengo la cámara» pensó con aburrimiento. Eso era lo malo de ser conocida como la artista de la clase, creían que sólo por llevar a casi todos lados una cámara profesional colgada en el hombro y por tener una buena vista panorámica le gustaría no aparecer en las fotografías.

—Sí, claro. —Se le escapó de los labios.

—¿Qué haces tan sola? ¿Te sientes mal? —preguntó un chico de cabello oscuro, pinta de ser metalero y extremadamente peligroso. Sin embargo, ella sabía que no era para nada de eso, sino un niño burlesco fanático de los videojuegos.

Y ese era el mismo tipo infantil que tanto le gustaba.

Se sintió tan molesta consigo misma cuando las comisuras de sus labios se estiraron al verlo sentarse de manera pesada a su lado, en el suelo.

—¿No me digas que ya te dieron tequila? —inquirió él riendo y colocando los antebrazos sobre sus rodillas. Se veía desorientado.

—No. No he tomado nada, ni una gota —dijo ella.

—Qué bueno. No tomes nada, se siente horrible. —Dicho esto, su cabeza se fue hacia atrás, que por un momento lució como si se hubiese fracturado el cuello —. Me duele la cabeza. —Se quejó con un puchero.

Ella simplemente se le quedó viendo a esa prominente formación de su cuello, la manzana de Adán. Le hacía lucir aún más varonil, aunque observarlo de esa forma, ebrio, era una de las cosas que hubiera preferido no conocer. Parecía ser otro y no aquel que siempre llegaba tarde a clases con una sonrisa avergonzada, con la mochila al hombro y diciendo bromas cada diez segundos.

Se sintió decepcionada. Decepcionada de sí misma por creer que ese era el día en que él le confesaría sus sentimientos, bailarían lentamente, pasarían horas riendo de chistes sin sentido. Pero ahora él estaba borracho, sin demasiada lucidez, por lo que automáticamente sus actos y palabras que dijera no tendrían valor.

—No sé qué decir… —suspiró al mismo tiempo que se levantaba de su asiento, dispuesta a esconder el alcohol a los más propensos a perder el juicio —. He descubierto otra faceta tuya, ya no eres el mismo.

Él se levantó, luchando porque su tambaleo no se notara. Lucía en pésimo estado.

—Te quiero pedir algo. —Se acercó demasiado a ella, sin llegar a tocarla. Trató de enfocar su vista, pero simplemente parecía abrir exageradamente los ojos —. Por favor, por favor, olvida todo lo que hice aquí, olvídalo todo —suplicó.

Ella negó lentamente. No deseaba ser cruel, no tenía derecho de reclamarle nada, ni mucho menos podía prohibirle que no bebiera, no podía hacer nada de eso, ni mucho menos a enojarse. No eran nada, ante el punto de vista de todos, sólo amigos, aunque ella deseara algo más.

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