Los cuentos de la abuela

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-Me llamo Joaquín. -Me incomoda un poco que conteste sin mirarme, sin apartar la vista de su juego-. Mis padres volvieron a la entrada, se olvidaron de comprar las flores para mi hermano. ¿Viniste a ver a la abuela, vos?

Me sorprende con la pregunta. Se ve que viene seguido a ver al hermano, pienso.

-Así es, amiguito. Era una abuela muy especial, mi abuela. Nos contaba fabulosos cuentos a mis primos y a mí.

Y me descubro entusiasmado al recordarla.

El nene detiene el camión y levanta la mirada.

-¡Ah...! Entonces vos sos el Huguito, el nieto de Buenos Aires.

Me perturba su mirada vacía, sin brillo. Y me sentí palidecer, igual que la lapida de mi abuela.

El nene volvió al juego, sin dejar de hablar.

-A tus primos ya los conozco, vienen siempre.

-¿Así que conoces a mis primos? En un rato nos encontramos, hace mucho que no los veo.

-Sí, los conozco a todos, vienen seguido. No tanto como mis papás, que andan por acá todos los días. Pero, ellos vienen seguido. Tus primos siempre se acuerdan de vos. La abuela también te recuerda, sos su preferido.

¿Qué dice ese chico? ¿Que la abuela qué?

-No te entiendo -dije.

-A mis amigos, a mi hermano y a mí, también nos cuenta fabulosas historias.

Azorado, miro al pibe, que ya tiene el camión lleno de piedritas rojas.

Me doy vuelta por un ruido detrás de mí: la pareja que me crucé a la entrada del cementerio viene hacia nosostros.

¡Claro!, me digo. Son los padres de Joaquín, traen las flores para su hermanito.

-¡Ahí vienen tus padres! -digo-. ¿Son ellos, no?

Cuando me doy vuelta a mirar, el nene y el camioncito ya no estaban.

Después de mí última visita a Carhué -y de eso hacía ya muchos años-, la abuela decidió ir a verme a Buenos Aires. Tomó un micro de larga distancia por la noche, quería darme una sorpresa. Y vaya qué sorpresa: bien temprano a esa misma mañana, nos llamó la tía Marta para contarnos lo del accidente.

Aquella vez no pude venir, no quise, preferí recordarla como siempre. Recordarla acá, en Carhué, esperando para contarnos a mis primos y a mí otro de sus increíbles cuentos.

Decidí venir hoy, treinta años después. Se lo debía... también me lo debía a mí.

-¿Vino a ver a la abuela? -dijo el padre de Joaquín al verme.

-Sí, llegué hace un rato de Buenos Aires.

-¡Ah!, entonces usted debe de ser el Hugo.

A esta altura, lo miro curado de espanto.

-Sí, señor. Vine directo desde la ruta.

-Ha de estar usted muy cansado con tan largo viaje.

-Ella lo vale -digo.

La mujer acomoda las flores en la tumba de su hijo. Y el hombre, apoyado en la tumba de al lado, comienza a relatar:

-Fue un terrible accidente, ¿sabe? Nosotros viajábamos en ese mismo micro, en el que iba su abuela. En la parte de adelante con mi señora y los chicos. -Al hombre se le quiebra la voz.

-Su abuela viajaba atrás, prácticamente sola. Iba poca gente. Además de nosotros, otro par de matrimonios con sus hijos. Nos llamó la atención que la abuela llevara un avejentado camioncito de juguete en la falda. Uno de esos Duravit, que ya no se fabrican, ¿vio?

Yo no puedo emitir sonido alguno, me limito escuchar.

-Joaquín -sigue el hombre-, uno de mis mellizos, se acercó a la abuela porque le interesó el camión. Ella era muy amable, y se lo prestó nomás. Luego se sumó el Matías, mi otro hijo. Y los dos jugaron en el pasillo del micro con el camioncito.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Pero no dejo de prestar atención.

-La abuela les preguntó sí querían escuchar un cuento, y se sentaron junto a ella. Los demás chicos del micro también.

El hombre se aparta de la tumba. En ella, leo el nombre de Joaquín.

-Los chicos escuchaban las historias de la abuela -contaba el baqueano. Y yo, no podía creer lo que el hombre me estaba relatando-, se habían quedado muy quietitos, asombrados con los cuentos.

»Esa noche se había desatado una tormenta de tierra que no dejaba ver nada más allá de las ventanillas. Las barreras estaban levantadas y las señales del ferrocarril no funcionaban. El silbato del tren se mezcló con el sonido del viento. El micro alcanzó a cruzar la parte delantera, la de atrás quedó destrozada por el tren -el hombre hizo un silencio-. Mis dos hijos, otros cuatro chicos y la abuela murieron en el acto.

Lo veo abrazar a su señora y, con la otra mano, acariciar la tumba de Joaquín.

-El pueblo entero estuvo presente en el velatorio, ¿sabe? Los sepultamos a todos juntos, por eso la distribución. Acá está su abuela, y estas -dice señalando otras seis tumbas- son las de los chicos que iban escuchando sus cuentos.

Me alejo unos pasos para ver: la otras seis tumbas están distribuidas formando de semicírculo frenta a ella, como escuchándola.

-¡Mire qué distraídos estamos, mi amigo! -me dice el paisano-, que tuvimos que volver a la entrada a comprar flores para el Matías. No hay un solo día en que mi señora y yo dejemos de venir.

No puedo decir nada, tengo un nudo en la garganta. El padre de los chicos me toma por el hombro, y juntos con su señora nos vamos alejando lentamente.

A pocos metros, me doy vuelta y descubro que Joaquín juega con mi camión. No parece el mismo pibe de hace un rato. Ahora se lo ve rozagante y feliz. Me saluda con la mano.

Está sentado al lado de otros cinco chicos, frente a la tumba de mi abuela y a la gran pava. Expectantes... esperan escuchar el próximo cuento, mientras yo, comienzo a recordar aquellos cuentos increibles.

Los cuentos de la abuelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora