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Todo está escrito

• Francisco Corbeira

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Todo está escrito

Por: Francisco Corbeira

Copyright © 2003, 2011 Francisco Corbeira Bajo licencia Creative Commons AttributionNoDerivs 2.0 License.

ISBN 978-1-4478-0932-6

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A mi padre

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UNO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1.

omienzo hoy, lunes 25 de octubre, cuando son exactamente las 5:42 de la mañana, a grabar estas palabras. Aún no han pasado cinco horas desde que el juez de guardia autorizó el levantamiento del cadáver de Luis Uría. Apareció muerto entre dos rocas afiladas, justo al pie de un acantilado a las afueras de Ferrol. Su cuerpo estaba a escasos metros de una especie de marco de piedra: un pequeño monolito de blanquísimo cuarzo, recién desenterrado y con unas extrañas incrustaciones de cristal de roca formando dos bandas equidistantes. La posible causa de la muerte, según las primeras apreciaciones de la Guardia Civil: suicidio. Aunque yo estoy seguro de que, aun pudiendo en principio ser así, luego hubo algo más.

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C

Luis Uría expiró poco después de la puesta de sol, en medio de un gran charco de sangre. Tenía una espada clavada en el estómago que le atravesaba por completo y, aunque no le llegó a rasgar la camisa por la espalda, tensaba con su punta la tela de cuadros blancos y azules. Había vomitado sangre por la boca y se había orinado en los pantalones. Esto último era lo que más confundía al sargento de la Guardia Civil: tres veces se preguntó qué podía haberle provocado un terror tan súbito como intenso. En cambio, su incontinencia, a mí me pareció normal, teniendo en cuenta su truculenta muerte y su larga agonía. Según el sargento, debió tardar al menos media hora en derramar su sangre por completo, hasta dejar su cuerpo inerme casi tan blanco como el cuarzo del marco. Nunca había visto la muerte dibujada en un rostro con tanta nitidez como en el suyo. Ni siquiera parecía ya una persona, sino que, cuando se lo llevaron, recordaba más a una rígida estatua, como sustraída de un dramático paso de Semana Santa: el rostro petrificado en una mueca de asombro y de dolor. Yo fui quien le encontró. No sospechaba que Luis se me pudiera haber adelantado, ni mucho menos que pudiese conocer que aquel lugar era el lugar casi exacto. Pero me equivoqué. ***** Estaba casi anocheciendo. Me detuve con el coche para fotografiar a fondo aquel tramo de costa. Quería aprovechar la última luz de la tarde: más que nada, para evitar volver al día siguiente. Iba caminando hacia el norte, a unos dos metros del agua, con el acantilado a mi derecha. La luz difusa era tan perfecta que casi me había hecho olvidar por qué estaba allí, dentro de una zona de propiedad militar, vallada y con prohibición expresa de acceso. Pero estaba completamente abandonada, desértica y sin ninguna clase de vigilancia. No me fue difícil levantar la tela metálica, ya media desprendida y oxidada, adentrarme, y caminar ladera abajo en dirección a la costa. La belleza de aquel rincón, aumentada por el resplandor del atardecer, me habían hecho demorarme más de la cuenta, porque ya no buscaba algún indicio de anormalidad en la forma de alguna piedra, ni una posible entrada oculta en el borde

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del acantilado, sino conjuntos de cosas con cierta armonía. El paisaje estaba iluminado por un sol a punto de ahogarse bajo la línea de agua del horizonte, y sus rayos oblicuos, filtrados a través del velo de un ancho banco de niebla que avanzaba hacia la costa desde el mar, creaban una atmósfera de irrealidad. Las sombras eran largas, misteriosas y sugerentes. Los tonos de color, ya bastante saturados, invitaban a prolongar ligeramente el tiempo de exposición. Caminaba con la cámara bien pegada a la cara, buscando el punto de vista idóneo desde el que poder capturar el mejor de los encuadres, cuando me pareció ver una silueta a contraluz que se movía cerca del acantilado. Pensé en una pareja y el morbo inicial me hizo afinar el enfoque al tiempo que, instintivamente, apreté el botón del disparador y me agazapé tras una roca. Me apresuré en cambiar el gran angular por un teleobjetivo, me levanté y volví apuntar al fondo. Estaba a más de treinta metros, pero, esta vez, al ver la imagen ampliada en el visor, le reconocí al instante. Me acerqué corriendo. ¡Todavía estaba vivo! Al verme llegar trató de decir algo, pero el intento se quedó en un balbuceo ininteligible. Me arrodillé a su lado, empalidecido por la impresión: me daba perfecta cuenta de que se moría, que se desangraba. Uría procuraba, una y otra vez, que su voz, sin fuerza ya para sonar más alta que un susurro, no se ahogara en el río de sangre que no dejaba de manar de su boca. Inútilmente, porque lo máximo que pude llegar a entender fue que repetía dos cosas y que una de ellas era “no soy yo” o algo semejante. Pero con el brutal esfuerzo que le suponía echar al aire cada palabra, su cuerpo comenzaba a temblar, y en cada convulsión la sangre fluía a borbotones de su vientre y escapaba a través de las piedras, hacia el agua, como un pequeño río de lava brillante y caliente. Tuve miedo. Se moría. Y yo tenía que hacer algo. Pero lo único que se me ocurrió fue decirle que no hablase y que procurara no moverse. Estaba tan confuso que me costaba pensar con claridad. Recordé que había dejado el teléfono móvil en el coche: eso significaba abandonar a Uría para intentar pedir ayuda. Era la única posibilidad. No podía hacer nada más. ¿Qué se puede hacer en estos casos? Ni siquiera tenía con qué cubrirlo, con qué impedir que perdiese el calor que se le desparramaba entre las

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