Jamás superaría el hecho de que su hermana ya no estaba junto a él, dándole golpes en el pecho y gritando como loca. Para Stefan, era como si le hubiesen arrancado un pedazo de su alma de manera permanente. Después de todo, ellos habían estado juntos desde el vientre, compartiendo todo el uno con el otro. Incluso aunque la distancia los separase y no se hablaran por años, cada vez que se veían era como si no hubiese transcurrido un solo día. Pero ahora Sonia estaba en el espíritu del mundo, y él tendría que vivir para siempre con ese dolor en el corazón.

—Stefan...— escuchó un susurro. Era leve, pero aún así el rubio logró escuchar que le llamaban. No se lo había imaginado, de eso estaba seguro.

—¿Hola?— preguntó el rubio en voz alta. No era la primera vez que al rubio le sucedía esto. En más de una ocasión le había sucedido. Muchos años atrás, cuando la tragedia no había tocado a la casa Deville, un adolescente Stefan escuchó que le llamaba una voz susurrante que provenía... del suelo.

—Stefan...— de nuevo escuchó aquel llamado. Stefan sintió como unos escalofríos recorrían su cuerpo, pero no era miedo lo que los producía, sino la añoranza, el recordar algo que era tan familiar. Era esa sensación de estar en su casa nuevamente.

Stefan comenzó a caminar por la casa, buscando el origen de aquella voz. Andaba con la cabeza baja, escuchando atentamente al suelo a ver si éste daba otra señal de... ¿de qué? ¿de vida? 

Estuvo gritando por toda la planta baja de la casa durante varios minutos, casi media hora, cuando finalmente se rindió. Se irguió y se dio cuenta que el cuello le dolía, por lo que caminó de regreso a la sala, recogió el bolso y procedió a subir las escaleras, caminando directo hacia su habitación. La última vez que había estado allí fue durante los días que conoció a Rosa Arismendi, una simpática muchacha que había decidido hacerle compañía a la excéntrica de Sonia mientras ambas trabajaban en la editorial.

Stefan se enteró de la súbita partida de Rosa algunos días después del entierro de Sonia, cuando él mismo decidió ponerse en marcha a la casa para reparar la puerta. Había supuesto que mientras la casa se hallaba en tales condiciones, la chica se habría quedado en casa de Cristóbal Bolívar, el jefe de la editorial y su prometido vampiro. Claro que él sabía el secreto de los Bolívar. No era tan ingenuo como para no darse cuenta de su naturaleza cuando él había convivido entre inmortales durante años en la frontera con Colombia.

Abrió la puerta de su habitación y le sorprendió verla tal y como la había dejado la mañana del día del asesinato de Sonia. Incluso el desorden en el cual se encontraba su cama se había congelado. Toda la mansión se hallaba atrapada en el tiempo.

—Stefan...— nuevamente la voz aturdió al hombre, quien se giró sobre su propio eje, sólo que, para su sorpresa, ésta vez dijo algo más. —Ya vienen—.

—¿Qué? ¿Quiénes vienen? ¿Qué eres?— Stefan usó su estruendosa voz pues pensaba que de esa forma le respondería. Fue en vano, pues nuevamente reinó el silencio. 

«No entiendo nada de lo que está sucediendo» dijo Stefan para sus adentros, cuando recordó lo que el rey Ydras le había dicho en aquel bote, unos días atrás. «Tal vez sea el espíritu de los Deville».

Sí...— Stefan se sobresaltó ante la repentina respuesta de la voz. Había dicho que sí, entonces se trataba del espíritu de la familia Deville quien intentaba comunicarse con Stefan.

Y le había advertido que ya venían.

Si era una clase de amenaza que se cernía sobre él, ya que era el único de los Deville que quedaba en Venezuela, debía prepararse. En seguida, corrió hacia la planta baja de la casa, comenzando a temer por lo que pudiera estar cerca de la casa dispuesto a hacerle daño.

—Aún hay Devilles en esta casa. Que se prepare el demonio que quiera hacernos daño—. Instintivamente, había dicho aquella oración en plural, como si hubiese alguien más con él. Como si Sonia estuviese a su lado. Tal vez sí lo estaba, pues Stefan sintió una energía positiva como nunca le había sucedido antes. Fue allí cuando tocaron a la puerta y Stefan se puso atento. Si hubiese sido alguien con malas intenciones, estaba seguro que no sería tan cortés como para tocar la puerta.

—¿Quién es?— inquirió, pero no hubo respuesta. Stefan caminó lentamente hacia la entrada, dispuesto a aniquilar a quien le quisiera hacer daño. Cuando finalmente abrió la puerta, vio algo que no se esperaba.

Una docena de personas, tal vez un poco más, se hallaban parados ante la entrada de la mansión blanca. Hombres y mujeres de todas las edades, de distinto aspecto pero a la vez de rasgos familiares, como si fueran del mismo tronco común. 

—¿Eres Stefan?— preguntó una de las personas; una mujer mayor, de unos cuarenta y tantos años, de contextura delgada, de tez blanca y llena de pecas, nariz respingada y ojos cansados de color negro y una cabellera de color rojo oscuro con algunas canas por allí.

A Stefan le pareció el grupo de personas más extraño que hubiese visto en la vida. Jamás habría pensado en ver a personas tan diferentes reunidos en un mismo sitio. En especial frente a su casa en el primer día de haber regresado. El rubio asintió ante la pregunta de la mujer pelirroja, quien aguardaba silenciosamente la respuesta. Al igual que todos.

—Mi nombre es Miranda— dijo la mujer, presentándose.—Soy una bruja nómada, al igual que todos los demás reunidos aquí—.

Stefan arrugó la cara. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, hasta que la voz... mejor dicho, el espíritu de los Deville, habló una última vez.

—Están aquí...—

Stefan lo escuchó con atención, y supo que se trataba de aquellas personas de las cuales la voz le había advertido que llegarían.

—Somos parte del aquelarre de los brujos nómadas, y tú eres nuestro rey—.



Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Where stories live. Discover now