Mi idioma

8 4 0
                                        

Mi idioma no tiene una palabra para 'grief', a pesar de ser algo que sentía a diario.
Sabía lo que era antes de saber que existía un nombre para ello. No era menos real; solo más confuso.
El español tiene unas noventa mil palabras, y aun así ninguna lograba nombrar lo que sentía.
No tenía esa palabra cuando murieron mis abuelos y olvidé cómo olían.

Quizá por eso existe la poesía:
para intentar explicar aquello que no tiene nombre, cosas que existían antes del lenguaje, pero que sentíamos que no valían la pena mencionar
y ahora alguien tiene una bala en el pecho
porque la palabra que busca no existe.
Es como un fantasma en la garganta que quiere salir pero no puede, es como no tener un nombre:
¿cómo te llamarían si te pierdes en entre la multitud?

Cuando descubrimos una nueva especie, lo primero que hacemos es darle un nombre. Nombrar es reconocer.
Antes de todo, existían los nombres.
Y desde entonces hemos pasado la vida nombrando lo demás.
Es hermoso, y hemos perdido la costumbre.

Nuevas palabras deberían aparecer cada semana:
una para el sonido de los lápices escribiendo,
otra para la sensación del estómago moviéndose al recibir malas noticias,
una para quedarse en la puerta de alguien porque ninguno quiere irse,
una para quienes piensan en imágenes,
una para cuando el fracaso es el mejor resultado,
una para cuando la ausencia es más conocida que la presencia.

No es que lo innombrable no exista: existe.
Es como una silueta que intentamos atrapar, y a veces —solo a veces— lo logramos.
Nombrar es un acto de amor.

sol de la infancia Where stories live. Discover now