Entre cadenas de apellido,
camina un hijo del linaje,
con el peso de ser perfecto,
aunque su alma arda en silencio.
El odio disfrazado de fuego
lo ata al verde de unos ojos,
deseo prohibido, herida viva,
grieta que nunca cierra.
Pero en la sombra pa...
Theo acercó el cuenco a los labios de Draco, y ambos bebieron de aquella mezcla ardiente que parecía fuego líquido. En el instante en que lo hicieron, la habitación se llenó de una fuerza indescriptible: un calor que los atravesó, uniendo alma y cuerpo.
Draco se estremeció, cayendo contra Theo, y este lo sostuvo con firmeza. Sus respiraciones se entrelazaron mientras el hechizo terminaba de consumarse. No había duda ni retorno: sus almas ahora estaban entretejidas, selladas en un lazo eterno que ningún poder podría romper.
Draco susurró —Ya no hay vuelta atrás.
Theo lo besó, lento y profundo, antes de arrastrarlo a la cama. La unión debía consumarse en cuerpo, y lo hicieron sin reservas, entregándose por completo, como si el mundo más allá de esas paredes hubiera dejado de existir.
La guerra quedaba lejana. Allí, solo estaban ellos, unidos en sangre, magia y deseo.
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En otro lugar, un mago seguia experimentando todo de manera negativa, intentando confrontar su nuevo ser. Ginny ahora formaba parte de su vida, lo quisiera o no. Harry se arrepentía, porque en lo más profundo de su alma seguía doliéndole la ausencia de Draco, pero sabía que ya no había vuelta atrás.
Así que comenzó a cambiar.
La guerra terminaba, y con ella llegaba un nuevo orden que debía construirse desde las ruinas. Harry asumió su lugar, dejando la obsesión de lado para enfocarse en algo más grande que sí mismo: el futuro del mundo mágico.
Fue entonces cuando ideó una de sus primeras reformas: un orfanato digno, lejos de la crueldad que tantos niños mágicos sufrían en familias muggles que nunca los aceptarían. Harry se aseguró de que esos pequeños tuvieran un lugar donde crecer con respeto, educación y cariño.
No se detuvo allí. Hogwarts, la escuela que lo había formado, también necesitaba renacer. Supervisó su restauración, no solo reparando muros, sino replanteando su esencia. Clases más completas, profesores más preparados y, sobre todo, una educación que no ocultara las verdades del mundo mágico. Los alumnos aprendían no solo hechizos y pociones, sino historia sin censura, defensa práctica, y hasta nociones de política y economía mágica.
Harry se convirtió en un símbolo: no del niño que sobrevivió, no del heredero de Voldemort, sino del mago que había decidido transformar el dolor en fuerza. Aun así, cada noche, cuando las luces se apagaban y quedaba solo, el recuerdo de Draco seguía clavado en su pecho como un eco que no se apagaba.
Era el precio de crecer, de asumir su destino.
El matrimonio de Harry y Ginny no fue una unión nacida del amor, sino de una consecuencia inevitable. La marca había hecho su efecto y Ginny, tras unas semanas, descubrió que estaba embarazada. Tom fue claro: no habría escape. Para proteger la estabilidad del nuevo orden, debían casarse.
La ceremonia fue breve, sin romanticismo, más política que personal. Harry se mostró frío durante todo el proceso, cumpliendo con lo que se esperaba de él, pero sin demostrar un ápice de emoción. Ginny intentó verlo como una victoria personal, pero en su mirada se reflejaba el vacío de quien entendía que no era amada, sino tolerada.
El bebé llegó meses después. Un varón. Harry eligió su nombre sin consultar -Alaric James-. El único hijo que tendría. Se lo juró a sí mismo. No habría más hijos, no más compromisos forzados, no más ataduras que lo hundieran en una vida que nunca había querido.
La relación con Ginny se volvió distante desde el primer día. Harry la trataba con frialdad, con una cortesía seca y medida, sin darle espacio a ilusiones. Cumplía con lo necesario: proveer, mantener la estabilidad, pero no más. Todo su afecto -lo poco que quedaba de él- se volcaba en su hijo, y en las tareas que había decidido asumir.
Harry se refugiaba en el trabajo. El orfanato que había fundado crecía rápidamente, transformándose en un refugio seguro para niños mágicos, alejándolos de la crueldad de familias muggles incapaces de comprenderlos. Allí invertía su tiempo, su magia y sus recursos, asegurándose de que esos pequeños nunca pasaran por lo que él había sufrido en Privet Drive.
Hogwarts también era parte de su visión. Harry no confiaba en McGonagall: aunque la mujer había sido un pilar, en su corazón guardaba resentimiento hacia todos los que lo habían manipulado en nombre del "bien mayor". Ella misma pidió retirarse, buscando paz en su vejez. Harry no lo dudó y aceptó.
En su lugar, confió en dos personas clave: Hermione, a quien asignó como parte fundamental del nuevo cuerpo docente, encargada de rediseñar los programas de estudio; y Severus Snape, a quien nombró Director. Harry confiaba en su mente aguda, en su lealtad compleja pero probada, y en que podía mantener Hogwarts bajo un equilibrio que otros no habrían logrado.
Cada decisión de Harry era calculada, destinada a reconstruir el mundo mágico a su manera. Y aunque cumplía con su deber como padre, como líder, como reformador… en lo profundo, sabía que había arruinado todo. Draco seguía siendo la sombra que lo atormentaba, la herida que nunca cicatrizaría.
Su vida seguía adelante, pero no era suya. Era un sacrificio constante, uno que nunca dejaría de pesarle.
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Ginny estaba atrapada en la fría magnificencia de la mansión Potter. Cada pared, cada sala, le recordaba que su vida no era del todo suya. Harry se mostraba distante, cortante, cumpliendo con su papel como esposo solo por obligación y por las reglas que su padre había impuesto indirectamente. Ella lo observaba, intentando acercarse, buscando cualquier indicio de afecto, y encontraba solo indiferencia.
El dolor era constante. Ginny resentía a Harry por la frialdad con la que la trataba, por la manera en que convertía todo en una formalidad rígida, sin espacios para el cariño o la comprensión. No podía evitar recordar los consejos de Hermione, los avisos de no dejarse envolver, de no creer que Harry podía ser diferente… y ahora era demasiado tarde. Su vida estaba marcada por decisiones que no eran del todo suyas, y la amargura crecía con cada día que pasaba.
Pero había una luz en medio de esa soledad: su hijo. Alaric James Potter Weasley. Él era su mundo, la única alegría auténtica que podía tocar. Con él, cada sonrisa, cada gesto, le recordaba que aunque la relación con Harry estuviera rota o forzada, la vida aún tenía momentos de calidez. Su amor por Alaric era puro, incondicional, y cada instante que pasaba a su lado le daba fuerzas para soportar la frialdad de su esposo y la soledad de la mansión.
Ginny sabía que estaba atrapada, que no podía liberarse de aquel matrimonio ni de las normas impuestas por la magia, la política y la herencia de su esposo. Aun así, se prometió proteger a su hijo y mantenerlo alejado del vacío emocional que impregnaba la casa. Cada decisión que tomaba, cada día que sobrevivía, era por Alaric. Por él podía soportar la soledad, el resentimiento, y la sombra que era Harry Potter.
En silencio, miraba al niño dormir, y aunque su corazón doliera por la frialdad de su esposo y la vida que no había elegido, sentía que con Alaric tenía un motivo real para seguir adelante. El amor por su hijo era su refugio, su fuerza, y la única luz en la que podía confiar en aquel hogar lleno de distancia y reglas rígidas.
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