Meses después de que la casa fue agrandada y remodelada, se celebró la boda con una ostentosa ceremonia a la que se le prohibió asistir a la Maldita por razones obvias.

En la nueva familia que se formó ocurrieron cambios: en principio, la chica víctima de la Maldición fue apodada por todos los integrantes de la casa, incluyendo el padre, como la Muerta. Cada vez que quería conversar o participar en algún juego con sus hermanastras era rechazada con desaires. La más cruel de las dos era Javotte, quien justificaba su rechazo quejándose del hedor y del aspecto de la marginada.

Un día en que ambas hermanas jugaban a probarse vestidos dentro de su habitación, un tufo a carne putrefacta que les llegó como una bofetada las alertó de la presencia de la Muerta. La mayor, indignada, se dirigió a la chimenea y tomó un puño de ceniza que luego arrojó al rostro de la enferma, insinuándole que con aquello a lo mejor se purificaba. Horreret la imitó y pronto ambas, a manera de juego, comenzaron a lanzarle entre risas tanta ceniza que la dejaron gris cual estatua de piedra. Desde ese día le cambiaron el apodo por el de CeniZienta. La pobre chica se sintió tan humillada que tuvo ganas de llorar, pero aquello no le dolió tanto como el hecho de recordar que no podía hacerlo.

Con el tiempo la Madrastra comenzó a quejarse con el Hombre de la presencia de CeniZienta. Aparte de que apestaba todo lugar por donde pasaba, también ensuciaba embarrando la ceniza que se le había quedado adherida al cuerpo por la humedad de sus llagas y, en general, le daba muy mal aspecto a la casa. Si algún día quisiesen recibir visitas era inconcebible que ella habitase en el mismo espacio que ellos; además, podía ser peligroso que alguien la viera, pues con lo supersticiosa que era la gente de la aldea, de ocurrir algo así bastarían unos minutos para que la casa se viera rodeada por una turba de campesinos con antorchas. Así fue como la pobre chica fue confinada a una pallaza en lo más alto de la casa, que apenas era iluminada con una pequeña buhardilla, y que se mantenía cerrada con una gruesa puerta de roble.

Las únicas amigas de CeniZienta eran las ratas, que se sentían atraídas hacia ella por el olor a carne pútrida. Siempre que la chica era invadida por el hambre se devoraba una que otra viva.

La infelicidad de la Maldita fue constante hasta que un día llegó a la casa la invitación a una fiesta, que se llevaría a cabo en el Palacio Real, nada menos que de parte del Rey. Únicamente se había invitado a las familias con cierto grado de nobleza. Las hermanastras de CeniZienta se emocionaron de inmediato, por varios días no pararon de hablar del asunto, de lo que se pondrían, de la forma en que irían peinadas y de las ganas que tenían de conocer al Príncipe, el cuál, como bien sabían, estaba soltero.

Como la dicha de las hermanastras no estaba completa sin el sufrimiento ajeno, todos los días se tomaban la molestia de subir a la pallaza para contarle a CeniZienta sobre la gran fiesta. Javotte, siempre al final de sus comentarios, hacía un falso rostro compasivo y le decía a la Muerta: «¡Qué lástima que tú no puedas venir con nosotras a la fiesta!». Luego bromeaba con Horreret y ambas reían imaginando a CeniZienta espantando a todos los invitados con su hedor y su apariencia.

Finalmente, el día de la gran celebración llegó y toda la familia, excepto la Muerta, salieron a tropel de la casa para llegar puntuales. CeniZienta se sintió más sola que nunca. Esa noche la habían dejado bajar al salón. Se hizo un ovillo en una esquina y se puso a temblar e hipar, acto que le servia como sustitución de llanto, hasta que se cansó. Algo dentro de ella hizo que sintiera curiosidad por asomarse a la puerta y al tocarla se dio cuenta que por la prisa habían olvidado cerrarla. Un extraño júbilo y un irresistible deseo por salir se apoderaron de ella. Pensó que a lo mejor podría deslizarse entre las sombras y husmear junto a la ventana de alguna casa para ver cómo vivía la gente que no resguardaba monstruos en su hogar.

La CeniZientaWhere stories live. Discover now