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La vieja bruja no estaba contenta con que el Hombre le hubiese robado el pergamino. Solamente porque la sangre es más espesa que el agua no lo castigó convirtiéndolo en una alimaña. Su calma más bien se debía a la fascinación que le provocaba lo que había sucedido: la muchacha estaba contagiada de la Maldición, pero su pureza y bondad sin par habían logrado contener la voluntad del demonio que la poseía; únicamente su cuerpo se resentía pudriéndose ante los efectos del embrujo. Estaba muerta, su corazón no latía más, pero conservaba sus recuerdos, sus anhelos, sus ilusiones y su alma; aún era capaz de hablar y no atacaba ni trataba de devorar a nadie.

A pesar de los reniegos del Hombre,  principalmente de que aquel esperpento siguiera siendo su hija, la hechicera le aseguró que no podía ser más afortunado: el hecho de que la muchacha fuera mansa a pesar de estar maldita no violaba ninguno de los estatutos del Trato; por lo tanto, la fortuna continuaría siempre y cuando él la mantuviera a salvo y lejos de los demás. Tendría que tener mucho cuidado, era obvio que en el Infierno no iban a estar contentos con aquel resultado aparentemente exento de pagos, y, tarde o temprano, los demonios tratarían de tentar a la chica o de propiciar las circunstancias para que la Maldición acabara con todo.

Los años pasaron y el padre de la muchacha, a pesar de seguir contando con su fortuna, no encontraba sosiego. Se sentía solo. La compañía de su hija, más que reconfortante, le resultaba repulsiva. Ella seguía conservando su carisma y su bondad, pero la putrefacción y el hedor que emanaba de su cuerpo, bajo el ojo superficial del Hombre, opacaban sus cualidades.

Muchas veces, ante los rechazos de su padre, la muchacha quiso llorar, desahogar su alma y expulsar la presión que le provocaban la desdicha y la desesperanza que ahora parecían gobernar su vida, si es que a aquel estado consciente y animado se le podía llamar así. Pero desde que fue contaminada con la Maldición no pudo llorar más, pues sus lacrimales dejaron de funcionar, y cuando intentaba hacerlo era como echarle más leña al fuego de sus penas, que cuando era humana al menos podía apagar con la lluvia de sus lágrimas.

La alimentación de la chica era lo más horrible y repugnante que hasta el momento había acarreado la Maldición. Su dieta consistía, por instrucciones de la vieja bruja, en pequeños animales vivos, principalmente aves de corral, que su padre le soltaba dentro de una habitación cerrada para evitar que se escapasen. Al principio la muchacha se negaba a efectuar aquella barbaridad, pero al final el hambre fue más fuerte que su compasión y se estremeció al encontrarse un día, tratando de llorar sin lograrlo, encajándole los dientes en el pescuezo a un pato, que no dejaba de graznar por su vida, ante la mirada horrorizada de su padre tras un velo de plumas flotando.

Con el tiempo, el Hombre contrajo nuevas nupcias. Después de algunos fracasos se fijó en una viuda que alegaba poseer cierta alcurnia: era la mujer más altanera, orgullosa, autoritaria y regia que había conocido en su vida, pero, eso sí,  también la más pasional. Una de las principales razones por las que se conformó con ella fue que, a diferencia de sus anteriores prospectos, resultó siendo la única en aceptar sin tanto escrúpulo, luego de que se le explicase la razón de las cosas, al monstruo que él mantenía encerrado en su casa. El día que las presentó, la viuda, si bien no se le acercó ni la tocó, saludó a la «enferma» con naturalidad; conversó con ella un rato y hasta le dedicó unas palabras dulces de compasión. Ese mismo día se ganó su propuesta de matrimonio

Las dos hijas de la viuda eran unas muchachas consentidas y manipuladoras. Ninguna podía considerarse ni siquiera como una joya en bruto. La mayor, y también la más alta y esmirriada, se llamaba Javotte; mientras que la menor, baja y rechoncha, se llamaba Horreret. Desde que conocieron al Hombre lo llenaron de carantoñas al punto de llamarlo «Padre». Aunque ninguna de ellas era un tercio de bella de lo que había sido su hija, antes de caer presa de la Maldición, él se encariño de inmediato con ellas. El hecho de que un par de muchachas sanas apreciaran su paternidad lo hicieron sentirse cómodo de nuevo con su rol de padre. 

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