Yo era tan pequeña como vivaz.
Siempre tuve el cabello largo y muchas pecas, como chispas de oro, en la nariz.
Muy rápido me cansé de los estrujones y regaños de mi mamá y empezé a buscar otras compañías, o salir sola a trabajar.
A los 4 años y medio, las calles son inmensas y la orientación se pierde unas cuadras más allá de mi hogar.
La norma era no pasar las fronteras de Niquitao, un barrio repleto de inquilinatos y callejones, donde florecen las plazas de droga y reinan los jíbaros.
El sector en algunas partes amenaza ruina y en otras alberga talleres de mecánica y negocios de pintura en screen.
Salir de allí podría ser un viaje sin regreso.
Por eso, yo me quedaba en El Palo, una carrera que atraviesa el barrio de sur a norte, transitada a diario por miles de carros con destino al centro de la ciudad.
En un semáforo yo trataba de vender una rosa o algún dulce, mientras distraía mi ímpetu infantil tarareando alguna ronda o jugando a la comidita, con piedras y palos pequeños que conseguía en la calle.
Más allá de Niquitao, la ciudad pasa de los senderos miserables a la opulencia alucinante con solo caminar algunas cuadras.
Veinte años antes el sector era el punto de acopio de los buses de la flota Magdalena, que descargaban en ese lugar a los viajeros de todo el país.
Allí abundaban los burdeles, en donde las prostitutas daban rápidamente placer a los borrachos.
Por muchos años, Guayaquil fue el centro de la ciudad.
El sitio del mercado, las flotas, los bares, las tertulias y los negocios.
También el del rebusque, las bandas y las grandes ventas de droga.