13. No juegues conmigo

52 19 10
                                    

13. No juegues conmigo

Ivar se quedó dormido al instante. Me dio mucha pena verlo ahí tan abandonado, imaginándome la clase de vida tan miserable que había tenido al lado de su familia. Pensé en mis problemas y, sin el afán de minimizarlos, me percaté de que los míos eran cosas que tenían soluciones más prácticas. 

Le acaricié los cabellos y suspiró entre sueños, provocándome una sonrisa de ternura. Tomé su mano entre la mía y entrelacé nuestros dedos para hacerle saber que no estaba solo. Con mi mano libre puse el celular en vibración y le envié un mensaje a mamá para decirle que estaba con Ivar y que no iba a dormir en casa. Ella, seguramente molesta, me dejó en visto. 

Sin embargo, no me preocupó su enojo, porque en ese momento solo podía pensar en lo que le había ocurrido a Ivar siendo apenas un niño. Me empecé a cuestionar si acaso el padre y el hermano lo sabían, o lo sospechaban, y de ser así, ¿por qué no hacían algo por ayudarlo? 

Saber o sentir que su familia no lo quería me hizo derramar una lágrima de tristeza y enojo. Me acomodé bien luego de quitarme los zapatos, y traté de bloquear mi mente para dormir unas horas por lo menos. 

Por la mañana me desperté más temprano que él y decidí preparar el desayuno porque estaba seguro de que no había cenado nada. En su despensa había mucha comida chatarra, y en el refrigerador lo mismo: embutidos, congelados, cervezas y refrescos. 

—¿Qué haces? —Oí que me preguntó con la voz más ronca de lo habitual. 

Volteé a verlo con una sonrisa. 

—Intento preparar algo para que desayunes, pero solo tienes comida chatarra. 

—Uy, perdón —murmuró en un tono divertido mientras se frotaba un ojo—. Disculpe que no tenga caviar, su majestad. 

Me reí.

—Me alegra que estés de buen humor —observé—. ¿Qué desayunas normalmente? —pregunté frunciendo los labios—. No creo que comas sopas instantáneas todos los días… ¿o sí?

—No tienes que hacer nada. Ahorita bajo por unos tacos y asunto resuelto, pistachito. 

Sentí un cosquilleo en el estómago cuando me llamó de esa manera, pero rápido puse los ojos en blanco y meneé la cabeza de forma negativa. 

—Solo déjame hacer el desayuno.

—Haz lo que quieras. Tengo que mear. —Saltó de la cama y corrió al baño—. ¿No tienes que trabajar hoy? —preguntó alzando la voz para hacerse escuchar.

—Sí.

—¿Y luego?

—Quiero que vengas conmigo.

—¿Are you fucking crazy, man? Estoy más crudo que el pollo que tengo en el congelador. Ni de broma. 

—Pero… yo pensé que podrías acompañarme y después vamos juntos a cenar a mi casa.

Ivar salió del baño luego de tirar de la cadena. Se recargó en el marco de la puerta del baño y me miró con una ceja alzada.

—¿Qué pretendes? —preguntó con sospecha, mirándome con los ojos entrecerrados.

—No quiero dejarte solo —me sinceré con algo de pena.

—Caleb, no soy tu hijo. No eres la puta Wendy. ¡Já! Ni ella se llevaba a su hija cuando salía. No hagas esto, por favor. 

—¿Hacer qué? —pregunté haciéndome el tonto.

Ivar chasqueó la lengua y refunfuñó por lo bajo.

Insulina [EN CURSO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora