Parte 2

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«A través de la oscuridad de mis párpados, fui consciente de una luz dorada que llegaba hasta mí y brillaba con cada vez más intensidad. Seguí estirando, arrancaría la mano de la muñeca si era necesario, pero no podía rendirme. La luz ahora me quemaba, como si frente a mí hubiera una fogata encendida y estuviera quemando poco a poco mis pestañas y mi piel. Sonó un crujido distorsionado entre las burbujas de aire que se me escapaban de la nariz, y sentí cómo el agarre de la mano se aflojaba, y cómo en las heridas, que eran bastante profundas a estas alturas, comenzaba a entrar agua. Y entonces pude moverme con facilidad, como si al soltarme hubiera ganado mucha fuerza, y nadé como pude hacia arriba.

Lo primero que hice al notar la superficie del agua fue dar una gran bocanada de aire, sin pararme más de medio segundo a abrir los ojos para situar la orilla del río. Salvo que, cuando salí, no había ningún río. Es más, no había cerca de mí un milímetro de tierra.

Un pálpito en mi corazón me dio la horrible intuición de que si me quedaba un segundo más en el agua, esa cosa iba a volver, esta vez enfurecida. Y se aseguraría de matarme mucho antes de que yo pudiera hacerle otro arañazo. Divisé en el horizonte el único montículo de tierra al que alcanzaba mi vista: era un acantilado. Y nadé a todo lo que dio mi cuerpo, desesperado por volver a tocar algo sólido, aunque luego no tuviera más remedio que quedarme pegado a la pared del acantilado como un lagarto en verano.

Tenía la misma sensación que un niño tiene la primera vez que se adentra más de lo debido en el mar, se asusta al sentir algo rozar su pie y comienza a bracear hasta la costa: sentía que me estaba persiguiendo un tiburón. Aunque la realidad era muchísimo más aterradora, puesto que no tenía ni idea de qué era aquello que me quería muerto, ni por qué su mano era humana.

No sé cuánto tiempo estuve nadando, pero me dio la sensación de llegar al acantilado en menos tiempo del que habría necesitado normalmente. De todas formas, no lo pensé: frente a mí se alzaban un conjunto de rocas que sobresalían del océano, lo suficientemente grandes como para subirme y quedarme sentado ahí hasta que ideara otro plan para sobrevivir.

Rodeé la primera, que estaba cubierta de musgo y era demasiado pequeña, y me adentré un poco más hasta llegar a una que quedaba en el centro de las demás, pero algo al fondo, cerca del acantilado. Me debió de dar seguridad, porque no me importaron nada los rasguños que me hacía al escalar ni los resbalones que me di, haciéndome golpear desde la barbilla hasta la frente en la roca. Conseguí subir. Me arrastré hasta el centro, lo más alejado de cualquier extremo posible, y miré a mi alrededor esperando ver de nuevo esa mano surgir de la espuma y las algas.

No había nada. En todo el perímetro, y durante todo el tiempo que estuve vigilando mi posición, no había nada que no fuera mar y espuma, rocas y conchas.

Por fin pude relajar mis hombros y respirar tranquilo. Revisé mis pertenencias: mi pantalón azul oscuro lleno de arena y algas, y mi camiseta blanca rota. No había ni rastro de mi mochila ni de mis llaves, que siempre guardaba en el bolsillo, ni de mi dinero. Sólo la ropa. Bueno, la ropa y el colgante. Revisé que este último estuviera en buenas condiciones, ya que era lo único que me quedaba, y me tranquilizó de sobremanera su tacto, la rugosidad de las letras y lo familiar que era el acero en mis manos, frente a aquel páramo completamente desconocido en el que me encontraba.

Un chasquido a mi espalda llamó mi atención. Me giré a tiempo para ver cómo caía una lluvia de piedrecitas al agua. Venían de una enorme grieta que se había formado más arriba, dentro de la cual se podía intuir un camino que profundizaba en la montaña y ascendía. Tragué saliva. Lo que le faltaba a mi día era que las cosas siguieran poniéndose más raras y ahora se movieran las rocas y me tragaran mar adentro.

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⏰ Last updated: Apr 24 ⏰

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