08. Un chico de casa

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08. Un chico de casa

Fue muy difícil convencer a mamá de que dejara a Ivar vivir con nosotros por un corto período; tuve que contarle la situación en la que vivía, omitiendo la parte de que me chantajeaba a cambio de la insulina de Isadora. Le dije que su familia no era como la nuestra, que no tenía apoyo de nadie y que me lo había encontrado solo en una banca, cerca de un peligroso libramiento, lleno de cruces descuidadas en las orillas de la carretera.

Ella no estaba preocupada por mí, sino por mi hermana; tenía miedo de que Ivar le hiciera algo malo. Y no la juzgaba porque ni yo mismo lo conocía bien como para meterlo en casa, exponiendo a mi madre y a Isa. 

Le prometí que lo llevaría a la florería y que hablaría con mi jefe para ver si tenía alguna vacante para él. Y a Ivar le expuse las reglas: debía tener un empleo, ayudar con los gastos, mantener mi habitación limpia y ordenada, no pasearse en ropa interior enfrente de mis chicas, entre otras cosas que tildó de absurdas e injustas.

Las primera noche durmió como un bebé en mi cama. Yo me quedé en la sala para estar al pendiente de sus movimientos, pero él no despertó en ningún momento. A la mañana siguiente lo mandé a ducharse y le presté ropa para que me acompañara a mi trabajo, porque esa era una condición que, aunque no quería respetar, no le quedó más remedio cuando lo metí al asiento de copiloto casi a la fuerza.

—Soy mayor que tú —espetó cruzándose de brazos, una vez que le abroché el cinturón de seguridad con una sonrisa.

—Lo sé, pero te portas como un niñito pequeño y debo hacerme cargo —respondí fingiendo hastío. Luego cerré la puerta y rodeé el auto para, acto seguido, ocupar mi lugar y encender el motor—. Necesito que te comportes en la florería. Nada de amenazar a los clientes si se rehúsan a comprar algún arreglo, ¿estamos de acuerdo?

—Ajá.

Sonreí al notar que su malhumor iba en aumento.

—También recuerda ser amable, saludar con cortesía y ser acomedido con todos.

—¿Acome… qué? —preguntó ceñudo, a la defensiva, mirándome con hartazgo.

—Que si alguien necesita cualquier cosa, tú debes ofrecer tu ayuda de inmediato —le expliqué—. Por ejemplo, si entra una señora y compra cualquier arreglo, tú ofrécete a llevarlo a su auto. Y siempre sonriendo. 

—¿Como un idiota? 

Me reí.

—Sí, Ivar, como un idiota. —Suspiré rendido, pero de buen humor.

—Pon música o algo —ordenó—. Ya me harté de escucharte masticar chicle; pareces una puta cabra. 

Encendí el estéreo y lo escuché resoplar cuando sonó Beautiful, de Christina Aguilera. 

—¿Qué género musical te gusta? —le pregunté de pronto.

—Lo que sea menos eso. 

Cambié de estación y decidí no hacer más comentarios para ver si se calmaba un poco, pero él continuaba enojado y tenso, así que opté por no hablar durante el resto del trayecto a la florería. 

Mi jefe aún no abría, por lo que tuve que abrir yo, usando la llave que me había prestado después de que me gané su confianza. Ivar observaba los autos ir y venir, con el ceño fruncido y los brazos cruzados en señal de protesta. 

Cuando entramos me puse mi mandil y le ofrecí uno para que los clientes supieran que era otro empleado y no un delincuente juvenil, pero se negó a usarlo, alegando que era ridículo y feo. 

Insulina [EN CURSO]Where stories live. Discover now